Corriendo

Lo primero que hizo fue correr, antes incluso que hablar, corría por toda la casa para orgullo de su padre y preocupación de su madre. “Será un gran atleta, un excelente corredor” decía su padre, “sí, pero es muy pequeño para correr así. Podría caerse y hacerse daño” replicaba su madre.

No se decidía a hablar y el temor les llevó a ver al especialista. “Nunca dice nada doctor, se queda mirándote y, si intentas hablar con él, sale corriendo” le explicó, con preocupación, su madre. “Es cierto doctor, pero corre como los ángeles. Alguien que corre así no puede estar mal, ¿verdad?”, le replicó su padre.

El especialista no encontró nada y les animó a continuar esperando, “cada niño madura a un ritmo diferente”, les dijo para tranquilizarles. Al final, cuando la preocupación les ahogaba, se decidió a hablar, poco, nunca tenía mucho que decir y siempre prefería correr.

A Matías lo conoció en él patio del colegio. Lo mismo que hablar, le costaba hacer amigos, es difícil conocer a alguien que siempre está corriendo y sólo se detiene para atarse las zapatillas. A pesar de todo y sin que ninguno supiese ni el cómo ni el porqué, Matías y él acabaron siendo amigos. Matías no corría, era incapaz de hacerlo, aunque le amenazasen los matones del colegio o le obligase el profesor de gimnasia. El profesor siempre le suspendía y los matones se burlaban y le zarandeaban, mientras su mejor amigo escapaba corriendo Matías aguantaba, estoico como era, los suspensos, las burlas y los zarandeos. Jamás le recriminó, entendía por qué lo hacía, “el es así” decía Matías si alguien le preguntaba, “le gusta correr. Necesita correr y a mí no me importa, es mi mejor amigo” añadía siempre.

Sus padres empezaron a discutir cuando él tenía 12 años, o  se dio cuenta entonces, siempre que empezaba a escuchar los gritos, se ponía sus zapatillas, salía de casa y se ponía a correr hacía ningún sitio, sólo movía las piernas hasta que no podía más y dejaba muy atrás los gritos, sólo entonces volvía a casa y se metía en la cama. Nadie le preguntaba que hacía o por qué y el tampoco sentía la necesidad de preguntar.

A Marisa la encontró una tarde corriendo por el parque, a ella le gustó que fuese tímido y silencioso, sería porque ella tampoco hablaba demasiado y le costaba relacionarse, a él le gusto que corriese junto a él sin necesidad de hablarle o responder sus preguntas. Se fueron conociendo a fuerza de carreras en el parque y después de muchas zancadas y pocas palabras, decidieron irse a vivir juntos.

Estaba corriendo cuando llamó su madre para decirle que su padre había muerto de un ataque al corazón, así sin avisar. “Tu padre ha muerto, me acaba de llamar tu madre”, le dijo Marisa cuando entraba por la puerta. Dio la vuelta, salió y en el rellano se agachó a comprobar los cordones de las zapatillas. Estuvo corriendo hasta que no pudo más. Aunque volvió muy tarde, Marisa todavía estaba despierta y se sorprendió al no ver ni rastro de lágrimas entre el sudor que le empapaba.

Marisa y él ya no corrían juntos todas las tardes en el parque, desde que ella aceptó el ascenso, tenía más trabajo y se quedaba en la oficina hasta tarde. Algunas noches cuando llegaba a casa él ya estaba dormido. Volvía de correr y la vio salir del portal con su maleta, se acercó a ella. “Yo necesito algo más, no me basta con la amabilidad, el silencio cariñoso y cautela. Quiero planear un futuro, quizá un niño. Te quiero pero no puedo seguir, lo siento”, dijo Marisa antes de darle un beso y acariciar su rostro sudoroso, después continúo hasta la parada de taxis de la esquina. El que se quedó delante del portal viendo como se alejaba y esperaba, cuando subió a un taxi, se dio la vuelta y volvió a correr.

Siempre había deseado correr en Nueva York, al final se decidió a hacerlo. En Central Park, con el final casi a la vista, se paró, miró a un lado y a otro, ningún corredor cerca, estaba sólo, como siempre. No terminó, buscó una estación de metro y así, cansado y sudoroso, volvió a su hotel. Al llegar a la habitación se quitó las zapatillas de cualquier manera, se desnudó y se duchó, después hizo la maleta,  pero no metió sus zapatillas, quedaron allí tal y como se las había quitado, tiradas en el suelo de cualquier manera.

Mientras esperaba su avión en la sala de espera de La Guardia veía a través de los ventanales los aviones aterrizar y despegar. Cuando llamaron para embarcar rompió a llorar.

 

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