Acababa de salir de la furrielería, el día había sido una locura de preparativos para las próximas maniobras, quién diga que el ejército es ordenado es porque nunca ha estado en él. Mi sargento había estado a punto de arrestarme, otra vez, por llevarle la contraria, como en otras ocasiones, esta vez decidió no hacerlo y había zanjado la discusión con una orden tajante, seguida de una afirmación, dicha sólo para nosotros, -Martinez que perro eres-. A mí después del incidente me había quedado poca satisfacción, sólo la de haber aguantado un rato y haberle tocado las narices, aunque fuese de refilón, a un superior.
No me apetecía ir a las dependencias de la compañía, hoy no quería sumergirme en la ruidosa algarabía de mis camaradas ni tenía ganas de filosofar con mis amigos, si hoy tocaba filosofar ya lo haría sólo. La noche era tranquila y clara, nadie pasaba por allí a esas horas, los soldados en las compañías o en la cantina, los oficiales y suboficiales en sus bares y clubes. El patio de la armería estaba vacío y me quedé sentado en el más alto de los tres escalones que conducían a la puerta verde de mis “oficinas”. No tenía nada mejor que hacer.
Y fue entonces que vi aquel gato, coincidimos en esa tranquilidad, yo sentado en el escalón y él patrullando por el poyete que rodeaba el edificio. Tenía desmochada la oreja derecha y velado el ojo del mismo lado, el pelo era marrón sucio y estaba listado de un gris que parecía que fue oscuro aunque ahora estaba desvaído de blanco. Tenía la cola magullada y despeluchada y a pesar de todo parecía orgullosa. Los andares pausados y tranquilos, parecía no tener prisa y no me dio la sensación de que tuviese que ir a ningún sitio. Vagabundeaba por allí o hacía la ronda por sus dominios, los mismos que le habían costado un trozo de oreja y la vista de un ojo. Me pareció que era más soldado y orgulloso de lo que yo sería nunca. Pasaba por allí y decidió quedarse un rato, no tendría nada mejor que hacer.
Sería por el cansancio del día o por la discusión o porque tocaba, que aquella noche me sentía melancólico, aburrido de estar allí tan lejos de mi vida, de mi familia, de mis amigos. Lejos de todo lo que me importaba, obligado a dejar pasar el tiempo, a perderlo sin poder abreviar el trance. Todos mis planes retrasados y en suspenso, esperando para hacer lo que tantas veces repetía a los amigos que allí hice: “Encontrar un trabajo, conquistar a Menchu y comerme el mundo”. Ambicioso era, sobre todo en lo del mundo y con Menchu, a la vuelta descubriría que también lo fuí con el trabajo que no se dejó encontrar. Con ella, con Menchu, sólo había compartido dos tardes y el principio de una noche, unas cervezas, la música de Pat Metheny y algunas calles de Madrid, las que nos llevaban hasta su casa.
Nos presentó un amigo que también marchaba a la mili, él a Canarias yo a Ceuta, una tarde que habíamos quedado para despedirnos antes de marchar. No pasó nada especial, entre cerveza y cerveza fuimos descubriendo que teníamos en común algunas cosas y antes de marcharnos, me preguntó si quería acompañarla a un concierto, me sentía a gusto con ella y dije que sí. Compartimos concierto y paseo unos días después, poco antes de que yo me marchase. No paso nada más ni lo pretendimos. La vi un par de veces más, durante las visitas que hacía a Madrid cuando tenía permisos. Cuando nos encontrábamos siempre hacíamos lo mismo, unas cervezas y más paseos, conversaciones y alguna risa. No pasó nada más ni lo pretendimos, sin embargo algo vi o sentí que la cambió de lugar y la incluí en mis planes, junto al trabajo y al mundo que esperaba ser devorado.
En eso debía estar pensando cuando vi aquel gato parado cerca de mí. No parecía preocupado ni tampoco interesado, no me pareció que necesitase ni buscase la presencia o la caricia. Recuerdo que pensé en un viejo pirata cuando lo miré, sería por la oreja, por el ojo o por el orgullo y la independencia. No vino cuando lo llamé la primera vez y también ignoró la segunda, no le llamé una tercera. Vino cuando quiso y a mi me pareció bien. Aceptó mis caricias mientras deseó y a mí aquel día con eso me bastaba. Lo miré marchar, desapareció al volver la esquina, yo me levanté y dejé mis pensamientos en el tercer escalón, mañana habría tiempo de recogerlos, no volví a verlo y mis pensamientos tampoco estaban.
Al final terminé mi servicio militar y volví a Madrid a retomar los planes interrumpidos. El mundo casi se me comió a mí. Con Menchu volví a ver a Pat Metheny, más bares, más noches y muchas veces las calles que llevaban a su portal. Quisimos y pasó algo más. Aceptó mi compañía, mis palabras y mis caricias mientras le vino bien, se despidió de mí en el Jazz Bar, no volví por allí ni la he vuelto a ver, quizá esté con aquel viejo gato.
En aquellos días me sentí muchas veces como él, con el alma desmochada, el corazón velado y el pelo desvaído.
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