To Be -o la ventaja de ser inglés-

To be

Desde que aprendí que los ingleses pueden ‘ser’ y ‘estar’ a la vez, mi mayor deseo ha sido formar parte de tan increíble pueblo. Para mi desgracia nací extranjero y este capricho del azar me ha impedido tan prodigiosa duplicidad, el idioma en que vivo me obliga a esforzarme si deseo ambos significados.

He solicitado mi nacionalización, naturalización, inclusión o adopción en más ocasiones de las que puedo recordar, siempre con resultado desfavorable a mis intereses. He explicado mis desvelos a cuanto inglés, o angloparlante,  he encontrado. Mis intentos han obtenido como resultado indiferencia, sorpresa, sospecha, rechazo o miedo, pero nunca comprensión o interés. No cejo, sin embargo, en mis empeños y confío encontrar algún representante de tan venerable comunidad que sea sensible a mis súplicas y razonadas motivaciones. Mientras encuentro quién me socorra, me veo obligado a continuar con esta existencia dividida.

Desde el día en que me nacieron, ser me resulta inevitable, incluso cuando ‘estoy’ dormido no puedo descansar de la otra imposición y así, cuando despierto lo hago agotado por el esfuerzo y soy hambriento, cansado y malhumorado. Tan denodados esfuerzos me obligaron a tomar drásticas decisiones y por eso, he integrado en mi tantas características como he podido, otros con menor sensibilidad o mayor resistencia que yo pueden poner o quitar adjetivos a su existencia y así están aburridos, hambrientos, enfadados o cansados, a mi me resulta imposible el esfuerzo de poner para luego quitar y me veo obligado a ser, o intentarlo, todo lo aquello por lo que ellos pasan sin quedarse.

Mi médico insiste en que las nuevas pastillas me ayudarán a olvidar mis delirios aunque yo se que la única solución posible es que sea inglés, sólo entonces dejaré de ‘ser’ un desequilibrado y podré ‘estarlo’.

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La Muela -Short Version-

La Muela -Short Version-

Con el empellón, la puerta rebotó contra la pared, tirando con el golpe un par de diplomas de asistencia a dios sabe que exotéricos e iniciáticos congresos. Un segundo empujón la abrió, esta vez sí, y vimos aparecer una figura jadeante, encogida y atribulada. Colgaba de su cuello esa ridícula servilleta verde que en este lugar y esta situación se utiliza para evitar babas incontroladas y molestas salpicaduras, aunque en esta no vi babas o eran de un color tan oscuro como la sangre, tanta que parecía que allí dentro se había extraído uno, o varios, órganos de mayor tamaño que una humilde muela.

Apoyándose en el pomo con trabajo, parecía fatigado, gritaba o más bien farfullaba a gritos, mirando al interior de la consulta, algo así como: “Ze lo afvertí doftor” entre jadeos y resuellos, para continuar “eza muela ez mía y no zopotto elf dolor”. Dicho esto y sin preocuparse por el trapo verde o los que le mirábamos, más bien intranquilos, se giró, trastabilló hasta la puerta, la abrió y desapareció todavía farfullando.

Por mi parte, decidí que hoy no parecía buen día para endodoncias y, con cautela, mire a mi vecino, encogí los hombros y me levanté. Me dirigía a la puerta, sin prisa pero sin pausa, cuando miré al interior de la consulta. Allí, tirado en el sillón se encontraba el Dr. Martínez, más allá que acá como atestiguaba el torno que se clavaba en lo que bien podría ser su yugular, o la carótida quizá, nunca he sido bueno con la anatomía. La Srta. Ramírez, su encantadora enfermera, miraba el espectáculo con ojos aterrorizados, hoy no parecía tener intención de decir mi nombre, ella sabría qué había pasado en aquella consulta. Yo como soy educado y poco amigo de meterme donde no me llaman decidí acelerar el paso y salir de allí lo antes posible, si me necesitaban que me llamasen otro día.

Matías

Me llamo Matías, tengo 30 años y soy invisible. Si pudiese, escogería no serlo, pero no puedo. Sólo eres invisible si quién te mira no quiere verte, depende de otros y no de mí, por eso no puedo escoger, ¿o sí?.

Quizá si pueda y por eso pusiese el anuncio en la página de contactos: “Me llamo Matías, tengo 30 años y soy invisible”, lo mismo que te he dicho hace un momento al presentarme. ¿Pensabas que era una broma o un señuelo?, lo siento, pero no lo es.

Veo que te sorprende, que sea invisible no significa que no me fije en los demás, yo si me fijo, son ellos los que deciden no hacerlo en mi y me reducen a una sombra. Tú también lo harás si en esta cita no encuentras nada que te atraiga o te sorprenda, más allá de mi presentación, o te llame la atención. Si no eres capaz de verme o yo no soy capaz de mostrarme, me harás invisible, como tantos otros antes que tu.

¿Sabes?, no es tan difícil serlo, menos aún si tu madre te enseña desde que puedes recordar. “¡Haz lo que quieras pero que no te vea!”, “¡si tu no estuvieses aquí yo tendría una vida!”. Cuando te repiten estas cosas tantas veces, aprendes a jugar en un rincón y en silencio, aprendes a no molestar, aprendes a no estar. Cuando en los ojos de tu madre ves tristeza, desánimo, dolor y odio y los de le tu padre no los has conocido, prefieres no estar y es una alivio cuando todo eso desaparece y los sustituye la indiferencia o una mirada que ya no ve.

En el colegio era más difícil, allí siempre encuentras gente que disfruta descubriendo y atormentando a los “raros”, será por el olor, mala suerte, para ellos no eres invisible, sólo una presa fácil. No siempre son los matones del patio, también hay profesores que disfrutan maltratando. Yo encontré de los unos y de los otros. Por suerte también encontré a Luis, el no es invisible, sólo es raro como yo. Él corría, escapaba de todo, escapó de sus padres que no se querían, escapó de su pareja cuando ella le pidió algo más, escapaba de los matones y lo intentaba de la vida hasta que un día descubrió que había algo de lo que no podía escapar, corriese lo que corriese y por lejos que lo hiciese, no podía alejarse de sí mismo. Ahora ya no corre, no huye, está dejando de ser raro. Es mi único amigo, quizá por eso yo también quiera dejar de ser raro, quizá por eso haya puesto ese anuncio y te estoy explicando todo esto. No puedo perder a mi único amigo y si él ha podido cambiar, quizá yo pueda volver a ser visible.

¿Las mujeres?, mi madre lo era y además he escuchado muchas cosas sobre vosotras, creo que podría aficionarme. ¿Sonríes?, que sea invisible no significa que no tenga sentido del humor. Los tengo todos, del humor, del amor, del dolor, de la tristeza, si queréis verlos, ahí están, sólo ocurre que la mayoría de las veces preferís no hacerlo.

Además, no todo es negativo, los hombres invisibles también sabemos querer, abrazar, besar y amar, aunque sea difícil practicar. En mi caso todo está sin estrenar, los besos son nuevos, a los abrazos tendríamos que quitarles el celofán y mi cariño sería todo para ti. A veces no es tan malo ir del brazo de un ser invisible, si no quieres que esté y te esfuerzas un poco, no me verás y siempre que lo desees reapareceré a tu lado. Aunque si lo haces a menudo, un día descubrirás que ya no estoy a tu lado, también nos cansamos.

Y ahora dime, ¿continúas viéndome o ya voy desapareciendo?

Pastafarismo

Lo vi, estaba allí, entre los spaghettis que se arremolinaban perezosos e insinuantes en torno a mi cuchara de palo. Era un qué se yo, un yo qué sé, brillante, iridiscente… casi sobrenatural. Danzaba al ritmo de la ebullición, entre las burbujas, sobre ellas, con ellas, en ellas. Pareció que se fijaba en mi cuando, sorprendido e intranquilo, detuve la cuchara. Aquello también cesó en su danza e inmóvil hubiese jurado que se giraba y me miraba.

Mi sorpresa y fascinación cambiaba rápidamente en intranquilidad y desazón. El viejo y atávico recuerdo de lo desconocido, de lo primigenio, palpitaba en mi interior y aquello parecía, más a cada instante, llamarme, reclamarme, invocarme.

Hechizado, trataba de recordar todo aquello que alguna vez supimos y hoy hemos enterrado bajo ingentes capas de racionalidad y datos cuando mi pequeño reloj-cocinero repicó renqueante avisándome del fin de la cocción.

El desagradable y familiar sonido me obligó a girarme y rompió el hechizo. Mantenía la vista apartada mientras colaba la pasta y la cubría, rápida y torpemente, con el sofrito.  Aunque intentaba olvidar aquel brillo animado e imposible, serví los platos sin poder olvidar lo que ahora parecía un estúpido sueño… si no hubiese sido por el terrible grito de Adela que desde el comedor decía: “¿Qué hace el pez de colores del niño en el sofrito?”