Pastafarismo

Lo vi, estaba allí, entre los spaghettis que se arremolinaban perezosos e insinuantes en torno a mi cuchara de palo. Era un qué se yo, un yo qué sé, brillante, iridiscente… casi sobrenatural. Danzaba al ritmo de la ebullición, entre las burbujas, sobre ellas, con ellas, en ellas. Pareció que se fijaba en mi cuando, sorprendido e intranquilo, detuve la cuchara. Aquello también cesó en su danza e inmóvil hubiese jurado que se giraba y me miraba.

Mi sorpresa y fascinación cambiaba rápidamente en intranquilidad y desazón. El viejo y atávico recuerdo de lo desconocido, de lo primigenio, palpitaba en mi interior y aquello parecía, más a cada instante, llamarme, reclamarme, invocarme.

Hechizado, trataba de recordar todo aquello que alguna vez supimos y hoy hemos enterrado bajo ingentes capas de racionalidad y datos cuando mi pequeño reloj-cocinero repicó renqueante avisándome del fin de la cocción.

El desagradable y familiar sonido me obligó a girarme y rompió el hechizo. Mantenía la vista apartada mientras colaba la pasta y la cubría, rápida y torpemente, con el sofrito.  Aunque intentaba olvidar aquel brillo animado e imposible, serví los platos sin poder olvidar lo que ahora parecía un estúpido sueño… si no hubiese sido por el terrible grito de Adela que desde el comedor decía: “¿Qué hace el pez de colores del niño en el sofrito?”

 

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