No más historias

El último en salir, cabizbajo y con el chambergo sobre los ojos ocultando sus lágrimas, fue el “Hombre del Saco”. El responsable de su apodo colgaba vacio, si alguna vez no lo estuvo, de su vieja mano. Algunos ancianos acompañados de sus hijos, viejos como ellos, se acercaron para agradecer la ayuda en tantas noches de excitación. Balbuceante y sorprendido, agradeció las muestras de cariño y continuó su camino saliendo de la ciudad, las puertas se cerraron tras él.

El desfile comenzó con la mañana. Primero salió la malvada bruja, derrotada y triste. Cuando vió a Blancanieves entre la multitud que los veía marchar,  rebuscó en sus grandes bolsillos y pudo ofrecerle una última manzana. Ella, soltando la mano de Mudito, que se quedó sólo y asustado como siempre le pasaba cuando estaba rodeado de tanta gente, tomó la mano  de la bruja y la apretó con cariño, luego guardó la manzana. Pudo decirle, antes de que los guardias de seguridad la reintegrasen bruscamente al grupo de gente que miraba y esperaba, que el príncipe le mandaba recuerdos, pero no había podido dejar sola la sastrería.

De los siete que fueron sólo quedaban cinco y sólo dos estaban con ella aquella mañana, Mudito y Sabio. Desde que el gobierno había nacionalizado su mina de diamantes se sucedieron sus desgracias. Gruñón encarcelado por resistencia a la autoridad, Dormilón muerto al caer de un andamio por no llevar el arnés, Mudito internado con una terrible agorafobia hoy era él primer día que salía tras meses de internamiento, Tímido intentando curar su adicción al sexo virtual en una clínica de mala muerte, Feliz alcohólico y durmiendo en la calle junto a otros mendigos. Mocoso agonizaba debido a su tuberculosis en una olvidada residencia para terminales y Sabio incapaz de encontrar un trabajo que no fuese el de teleoperador.

Tras la Bruja, encadenado y aterrorizado iba el viejo lobo. Su pelaje, que alguna vez fue negro, ahora era más blanco que gris. Sus ojos temerosos buscaron entre la multitud un rostro amigo, alguien que no pareciese odiarle. Pudo ver como la abuela se acercaba decididamente y cuando estuvo a su lado, le puso sobre el viejo lomo un chal recién tejido, mientras le acariciaba entre las orejas le dijo que Caperucita hubiese querido venir, pero no había podido cambiar el turno en el supermercado con ninguna otra cajera, el leñador no quiso acercarse, avergonzado se aferraba a su viejo hacha con sus manos grandes y callosas. De los siete cabritillos pudo ver cuatro, ya sin vida, colgados en el escaparate de la carnicería y prefirió no pensar que los jamones que colgaban tras el alegre carnicero pudiesen pertenecer a sus viejos camaradas.

Unos envejecidos Hansel y Gretel habían acompañado a la ciega y llorosa bruja del bosque hasta que los guardias de seguridad les habían impedido continuar. Antes de ser apartados bruscamente, pudieron disculparse y entregarle un pequeño pedazo de su casita de chocolate, ella les devolvió una sonrisa agradecida y desdentada.

Y así, uno tras otro, todos los malvados personajes de los viejos cuentos fueron saliendo de la ciudad hacía su destierro.

Los niños, cansados de todo aquel desfile incomprensible, levantaron la vista de sus videoconsolas y pidieron a sus acompañantes, tristes padres y abuelos, volver a casa. Todos tenían partidas a medias y querían merendar antes de ver la película de la tele. Algunos, los más curiosos quizá, preguntaron “¿quiénes eran todos esos?”. Los tristes adultos les respondieron “nadie hijo mío, nadie que tu conozcas. Volvamos a casa”.

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