¡¡Hecho!!

Fortunato Martinez Irigoyen, “Lucky” desde que en segundo de EGB conoció a Lucas Fernandez alias “Coñón”, mantenía con la fortuna una relación asimétrica y desequilibrada. Desde que tenía uso de razón él la cortejaba con promesas y zalamerías y ella respondía siempre, para que luego hablen de inconstancia, con el más olímpico y absoluto desprecio.

Todo cambió aquella mañana de lunes. Lucky intentaba reducir la longitud de su vello facial a lo que comúnmente se entiende por aseado, cuando su mirada se posó en sus alegres michelines frontales. Estando tan cerca el verano y él tan lejos de su peso ideal, no pudo evitar uno de sus más recurrentes deseos “ojalá perdiese algunos kilitos”. Todo hubiese quedado en un inane deseo más,  de no haber sido por la femenina, tersa y turgente voz que respondió “¡¡hecho!!”. Habiendo salido su mujer media hora antes con su habitual “¡¡uf que tarde es, me voy que no llego!!” y estando su hijo durmiendo las consecuencias de la última noche de farra y desenfreno, no quedaban allí más alternativas que algún tipo de esquizofrenia o la presencia de algún ser intangible, femenino, terso y turgente que consideraba algo finalizado.

Con cierto desasosiego y, para que negarlo, algo más ligero procedió a preguntar en voz más susurrada que pronunciada “¿Qué está hecho?”, la respuesta impactó contundente, tersa y turgente en su cerebro “lo de los kilitos, diez menos para ser exactos. Puedes comprobarlo”. Y eso hizo, comprobarlo subido en su vieja, confortable y aborrecida báscula. Diez kilitos menos de los que preocuparse. Inexplicablemente la reducción de los unos, no había afectado a los otros, sus michelines continuaban, inmarcesibles y saludables en el mismo lugar y con el mismo tamaño que antes. Ya más confiado, o resignado, preguntó por los antedichos.

—¿Y esto?

—Eso, son michelines, son tuyos y tu deseo no los mencionaba, sólo hablaste de kilos y eso has perdido. —respondió la voz que además de femenina, tersa y turgente estaba comenzando a ser sugerente y sardónica.

—Ya, pero…

—Ni pero, ni leches. Expresa claramente lo que quieres y claramente lo recibirás. —en esta ocasión, además de todo lo anterior la voz tenía un claro tinte de reproche.

—Y ya que estamos —aprovechó Fortunato para preguntar y así esquivar el chaparrón—¿tu quién eres?, ¿mi mente desquiciada o una tía intangible, tersa, turgente y aparentemente cañón que cumple deseos?

—Yo soy Fortuna. Aciertas con los deseos, pero yerras miserablemente con lo demás, soy un tío más viejo que mear de pié y con más arrugas que él cañón del colorado. Si tengo nombre femenino y género, más o menos, masculino es por una cuestión de cuotas y si mi voz suena turgente, tersa y sugerente es porque Júpiter tiene un exacerbado sentido del humor, además de una libido incontrolable, un cachondo mental que decís vosotros. A mí me puso voz de tía y para compensar, a Diana, cazadora no la princesa, le otorgo una voz grave y profunda que hace pensar en Constantino Romero cada vez que abre el pico.

—Me queda claro —dijo Fortunato— ¿a qué debo el placer de tu visita?, ¿no podríamos arreglar lo de mi cintura?.

—Tu cintura no la arregla ni la Virgen de Lourdes. En cuanto a mi presencia, he revisado mis archivos para comprobar que estabas un poco abandonado en los últimos tiempos, ¿verdad Lucky? —el cariñoso mohín casi le produjo arcadas, oír la voz y pensar en una pasa era todo uno y más de lo que podía aguantar.

—Pasaré un tiempo cumpliendo tus más ocultos deseos pillín. Excluyendo mujeres, dinero y viajes, puedes pedirme cualquier cosa y te la concederé. Y ahora tengo que dejarte que me estoy meando, los años han respetado tan poco mi cutis como mi próstata.

Visto que resultaba imposible arreglar el tema de su cintura y tras comprobar que tenía el tiempo justo para terminar de afeitarse y salir corriendo hacía el metro decidió dejar sus deseos más ocultos para otro momento, tampoco tenía la seguridad de que Fortuna pudiese atenderle mientras se centraba en su vejiga.

Camino del metro volvió a detenerse en la agencia de seguros de la esquina y comprobó que el cartel todavía continuaba allí. “Se tramitan cambios de nombre”, la tentación le alcanzó, superó y entró jadeante por la puerta. Cuando escucho “¡¡Hecho!!” una vez más, supo que Fortuna estaba otra vez con él. Del antes silencioso interior de la agencia, se filtraban ahora dos voces a raudales.

—¿Está vd. seguro de querer tramitar este cambio? —llena de dudas y sorpresa una voz desconocida preguntaba.

—Por supuesto, siempre he querido llamarme así. Primero mis padres, luego mi mujer, mis hijos y hasta mi suegro han conspirado para impedirlo. ¡Hasta aquí hemos llegado, de hoy no pasa!, ¡tramite mi solicitud! —la inconfundible voz de su jefe pugnaba por imponerse a las dudas, la sorpresa y los avatares familiares.

—Si ese es su deseo, firme aquí y realizaremos la gestión Sr. Guillermo. —La desconocida voz había abandonado la sorpresa y se había llenado de retranca y chufla.

—¡Nada de Guillermo!, ¡¡Giliposhas, llámeme Sr. Giliposhas!!, ¡así con “sh”, como siempre he querido!. —Elevando el tono, el Sr. Giliposhas, su jefe, se sobreponía a decenas de años de frustración y cumplía, sin saberlo, el deseo de Fortunato y media oficina que ahora podría llamarle a la cara lo que llevaban años llamándole a la espalda.

Ocultándose tras una anciana de su eufórico, renovado y transmutado superior, alcanzó el metro justo en el momento en que la amable viejecilla comenzaba a blandir amenazadoramente su bastón.

Aprovechó el trayecto para pensar en su nueva situación y para probar, en reiteradas ocasiones, si las limitaciones mencionadas por Fortuna eran ciertas. Ni uno sólo de sus pensamientos recibió respuesta, menos el último que recibió un sonoro capón verbal “¡nada de chorbas Fortunato!, ¡nada de chorbas!”

Apresurado recorría el pasillo que une las líneas roja y verde en plaza Cataluña, cuando sufrió el asalto de una voz melosa, empalagosa y desafinada. El propietario, uno de los juglares contemporáneos que llenan el metro de odio hacía las bellas artes, entonaba “No puedo vivir si no estás a mi lado”. Berreaba acompañado, más a la fuerza que de buen grado, por una guitarra eléctrica de la  que extraía a tirones aterrorizadas notas. El pensamiento ladino, insidioso, fugaz y lleno de mala leche no se hizo esperar y estalló en su interior “no caerá esa breva”, suspiró su alma ahogada en azúcar.

“¡¡Hecho!!”, la voz tersa, turgente, sugerente y triunfal de Fortuna tronó en su cabeza y, por suerte, acalló el horrible alarido que prolongó postreramente el estribillo.

Oculto tras otra providencial anciana, giró en el andén en dirección a Fontana. El desafortunado cantor, más perecido ahora a un churrasco que a un galán, humeaba cuando pasó a su lado.

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