No se puede guardar la vida en cajas y a pesar de ello, Rómulo tiene 47 para hacerlo.
Colecciona instantes. Desde que tiene memoria, puede verse guardando pedazos de tiempo. Entradas de conciertos, billetes de metro y avión, cartas de restaurantes con menús del día que ya nadie come, facturas de hoteles que desaparecieron, una vieja y vacía botella de cerveza, la bola 8 de un billar mutilado, un viejo dardo sin punta, una cajita metálica, vacía siempre, en la que un medallón con un gato adorna la tapa, el viejo par de cordones que usó para unir dos camas pequeñas la primera noche que pasó con Raquel y cientos más. Todos ellos son irreemplazables, le unen a momentos de su pasado y rincones de su memoria, como cables que le conectan al ayer o hilos que mantienen atada su historia.
Hace tiempo que lo guardado ha sobrepasado el espacio y tiempo que, por derecho, le corresponde y cada día su pasado, igual que el polvo, se aventura más en su presente, como si quisiese hacerlo prisionero de algún instante anterior. Ya resulta casi imposible mirar a cualquier lugar sin encontrarse con un fantasma asomándose a su existencia.
En aquel “allí” y “entonces”, el tiempo, el espacio y la gente pueden moldearse como desee. Los lugares serán perfectos y preciosos cuando así lo decida. El tiempo, corto o largo obedeciendo a sus deseos y tan cálido o frío como quiera rememorar. Con la gente puede jugar como con muñecos y desnudarlos de lo que prefiere olvidar o adornarlos de lo que nunca tuvieron, pero él cree que merecieron. Tan ideal resulta la ensoñación que, poco a poco, lo va atrapando con su embrujo y reteniendo en su falso discurrir. Cada vez el esfuerzo de mirar adelante se hace más pesado, tanto que en ocasiones casi prefiere dejar de hacerlo y vivir en sus recuerdos, construyendo y rehaciendo, una y mil veces, lo que pasó, hasta que no sabe realmente que fue. Es por eso que cuando la mira, Rómulo ve un poco más de lo que fueron y un poco menos de lo que son. Enredándose un poco más cada vez en los jirones del tiempo.
Raquel, al contrario, no tiene polvorientos objetos para recordar todo aquello que fue importante. Sin aquella vieja entrada las canciones vuelven a sonar para ella. No conserva billetes que el tiempo, concienzudo como es, se empeña en borrar, para saber los lugares a los que escaparon juntos. No tiene polvorientas facturas de los hoteles donde compartieron cálidas noches.
Sabe que es imposible encontrar, entre todo aquello, algo que conserve sus perfiles recortados contra la luna, las palabras jugando en una terraza de chimeneas imposibles, la primera vez que beso su cabeza o el sonido de las promesas y el calor de tantos veranos. No entiende que Rómulo necesite aquellos pedazos para recordar lo que ella rememora sin esfuerzo. Le quiere y no está dispuesta a perderlo entre el polvo que tantos vanos objetos acumulan.
Ahora deben mudarse otra vez, trasladar su vida de lugar y allí todo aquello no cabe ni Raquel lo quiere. Deciden intentarlo, Rómulo tendrá 47 cajas, las mismas que años, deberá decidir que guardar en ellas. Lo que no quepa, no irá con ellos.
Rómulo siente el vértigo de la pérdida asomándose al vacío hueco de cartón. Sentado en el suelo, mira todo, trata de decidir que puede dejar y que debe llevar. Coge algo, lo mira y lo toca, bufa y toma lo siguiente.
Raquel pasa a su lado y, sin decir nada, se agacha, sonríe y le da un beso en el pelo cada vez más blanco. Él, sorprendido, levanta la cabeza y al ver su sonrisa, sonríe.
Una tras otra, con cuidado, va llenándolas y cerrándolas. Las coloca contra la pared en ordenadas torres.
Los operarios de la mudanza inundan la casa y comienzan a revolverlo todo. Joaquín se acerca al rincón de Rómulo y levanta una.
— “Hefe”, perdone que me meta donde no me llaman pero, ¿qué guarda aquí que pesa tan poco?, —pregunta.
—Recuerdos —responde Rómulo.
Joaquín, que ha visto de todo en 35 años moviendo vidas, se encoge de hombros, levanta tres cajas vacías y las baja hasta el camión.