El débil sol de la mañana calentaba levemente las flores cubiertas de rocío. Sus manos deformes y, a pesar de todo, delicadas, acariciaban con suavidad los pálidos pétalos retirando con esmero las leves gotas teñidas de ámbar.
Limpiaba con cuidado las lágrimas que la mañana vierte, en un sencillo y vano intento de preservar parte de lo bello que el mundo ofrece y aliviar tanto su tristeza como la que parecía aquejar irremediablemente al mundo.
Sus dedos retorcidos cuidaban la sedosa fragilidad, de la misma forma que su corazón intentaba cuidar de sus inalcanzables sueños y anhelos. ¡Ojala fuese tan negro y malvado su corazón como terrible y grotesco era su aspecto!, no tendría entonces que sufrir, se comportaría como todos esperaban que lo hiciese un ser deforme y horroroso. Los hados o los dioses, intentando quizá aliviar su tedio, jugaron con él, poniendo sentimientos y corazón en una vasija rota y tarada, terrible.
Desde que nació, otros le enseñaron que sus sueños no tenían lugar ni sus deseos razón. Si su corazón amaba, su aspecto repugnaba. Si su alma deseaba, su faz cohibía. Si deseaba acariciar, sus manos asustaban. No pudo encontrar quién viese más allá y olvidase lo que mostraba para saber todo aquello que ocultaba. Por eso cada mañana se acercaba aquí y cuidaba de las flores que no huían ni injuriaban. Quizá aquí encontrase algún día y, por ventura, quién pudiese atender aunque fuese uno sólo de sus deseos.
Retiraba preciosas gotas cuando la vio. El leve aleteo de sus alas multicolor apenas agitaba suavemente el aire sutil y ligero de la mañana. Indiferente a su aspecto y quizá cansada de revolotear sin destino, decidió posarse en su mano. El pensó que quizá era ella quién podía escuchar su deseo y transmitirlo a aquellos hados sarcásticos, que cansados tal vez de su juego banal lo atenderían en esta ocasión. Acercó con cuidado su mano a la cara y susurro aquello que siempre había deseado.
La voz sonó grave y rotunda, estridente. Imposible en aquel cuerpo frágil y diminuto, el sonido a su espalda quebró el silencio y rompió la mañana.
—¡Eh tu bicho raro!, ¡otra vez!, ¿no has visto el cartel de “Las flores no se tocan”?. —El guardia urbano, vasto y bamboleante, se alejo rezongando “¡joer con el enano de los “cohones”, todas las mañanas igual!”