Promesas -Viejos Dioses revisited-

Bajaron del cielo y a él retornaron, con la promesa de volver, cuando su tiempo aquí terminó. Dejaron sus viejas leyes y el mandato de obedecerlas. Debíamos cumplirlas y confiar en que ellos recordasen su compromiso.

A veces dudó, pero nunca dejó de cumplir, como le habían enseñado, como debía ser.

Porqué debía ser, no preguntó cuando su primogénito marchó contra los “otros”, aquellos adoradores del agua que ofenden a los viejos dioses con su indiferencia. Su hijo, como tantos otros, no volvió y sólo les quedó el consuelo de las viejas oraciones, los tristes cantos y las pobres ofrendas.

No preguntó cuando su hija fue agraciada para el homenaje en las Fiestas del Sol. No entendía que de bueno encontraban sus viejos e indiferentes dioses en la ofrenda de vidas, pero sus leyes lo ordenaban, o así lo recordaban los que las guardaban. La acompañó hasta el altar y allí la dejó, sin lágrimas, no se llora al entregar un hijo a los dioses.

No preguntó cuando su hermano fue expulsado. No entendió que delito de impiedad había en llorar la pérdida de su querida niña en aquellos terribles ritos. Dudando, cumplió con la ley y lo acompañó hasta los límites, obligado a no volver si quería conservar su vida vacía. Sus viejas leyes así lo mandaban.

Hacía muchas estaciones que la nieve comenzó a posarse en sus cabellos, empezaron sus sienes y después, su cabeza entera se tornó del color de los campos en invierno. Su vida había pasado entre leyes, pérdidas y viejas promesas. Sin el alivio que la primavera trae a los campos, entró en el largo invierno de su última edad.

Ya no podía cazar y sus campos, abandonados, esperaban unos brazos que no vendrían. Aquellos que debían cuidarlos en su última edad, hace tiempo que marcharon a encontrarse con los dioses. Sin ellos, su vieja mujer y él, sobrevivían gracias a la piedad de los ancianos, así lo ordenaban las viejas leyes, pronto ya no sería necesario.

De lo que fueron sólo quedaban recuerdos que día a día se diluían en el frío. Tendido cada noche en su vieja estera, podía ver entre el humo que escapaba de la hoguera que apenas los calentaba, el bruñido cielo del invierno. Sólo esperaba poder ver el retorno de los viejos dioses a los que tanto había entregado. Buscaba en cada estrella fugaz los brillantes y esquivos carros en los que debían retornar, ninguna de las que vio los trajo.

Se escuchaban las viejas oraciones y los tristes cantos, las pobres ofrendas esperaban al pie de su pira funeraria cuando los “otros” irrumpieron como olas en su aldea. Al fuego que le consumía se unieron los que quemaban las casas de sus hermanos y el templo donde en su juventud entregó a su hija. A los cantos y oraciones, se unieron los gritos de miedo y dolor y a las ofrendas, como una más, la sangre y el cuerpo de su vieja y querida esposa.

Con las cenizas, el viento también dispersó a aquellos que vinieron del cielo y no cumplieron su promesa, suplantados por aquellos, igual de lejanos e indiferentes, que vinieron del agua. Las viejas e inmutables leyes cayeron en el olvido y otras impusieron obediencia. Los que habían sido “unos” eran ahora “otros” y continuaban esperando la vuelta de unos dioses que marcharon, al cielo o al agua que más da, con la promesa de volver.

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