G-Astronomic. Un comienzo

—Gordon, el capitán quiere verte.
—Gracias Slim, termino con esto y voy zumbando.
—Apresúrate Gordon, —dijo Slim relamiéndose— el tema es de vital importancia.
Gordon dejó que su cabeza, y sus ojos con ella, siguiesen al primer oficial mientras salía de la Sala de Mapas. Nunca podía resistirse a la tentación de disfrutar su peculiar forma de caminar. Slim la consideraba aguerrida y marcial, el resto de la tripulación estaba de acuerdo en etiquetarla como: «bamboleante y patética», en palabras de Pottage, el oficial de comunicaciones o, en opinión de Lucille, la extraordinariamente atractiva, neumática, voluptuosa, lúbrica y siempre lejana oficial médico: «el Paso de la Oca renqueante».

Cuando la Oca Renqueante, Lucille tiraba más que Pottage, abandonó la sala, Gordon devolvió la cabeza a su lugar. Su mirada, renuente y perezosa, volvió a fijarse en el galimatías de líneas, puntos, círculos, dicharacheras figuras geométricas e imposibles representaciones icónicas que constituyen un mapa estelar estándar. Intentaba, una vez más, fijar su posición actual. Siguió con el dedo una de las brillantes líneas, la de puntitos cimbreantes y sabrosones, que marcaba su rumbo actual y comprobó, ¡cómo no!, que no finalizaba, como debería, en ningún puntito, punto, puntazo o puntón.

Por mucho que insistiese, el recorrido de su regordete apéndice terminaba en una uña casi roída, en la mancha húmeda y pringosa que sus continúas idas y venidas habían formado. En la nada más absoluta, o lo más cerca que de ella podía estarse.

Definitivamente estaban perdidos, en algún punto que podría situar, sin ningún género de dudas, entre Orión y… ¿Villadiego?. Ahora estaba seguro de que no debieron tomar la salida 13 del maldito túnel de gusano.

Continuar con su dedo arriba y abajo no iba a cambiar esta situación, iba a ensuciar la pantalla y enfadar, más si ello era posible, al capitán con su tardanza. Esta vez sí se levantó, apagó la pantalla de navegación estelar y con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha arrastró los pies hasta la puerta. Hubiese cerrado de un portazo, pero como la puerta era corredera y neumática, casi tanto como Lucille, ni eso podía hacer, un motivo más de frustración.

Mientras avanzaba hacía el viejo elevador gravitacional se regodeaba en su mala suerte, estaba casi seguro de haber descargado las últimas versiones de cartografía estelar para su viejo ACME Star Navigator V100.1, las pirateadas por Happy Hacker por supuesto, antes de iniciar el viaje. Las rutas no podían haber cambiado tanto en unos pocos novenarios y no podía tocarle, otra vez no, una de esas supernovas que lo lían todo en un momento. Tenía que haber hecho caso a su madre y haberse dedicado a la fontanería, es imposible perderse arreglando cañerías y grifos y seguro que existen posibilidades de aventuras entre goteras, teflón y estopa.

Por suerte el capitán se lo estaba tomando con bastante calma, después de los insultos e imprecaciones de los primeros días, ahora ya no le gritaba cuando se cruzaban por los pasillos, incluso le había permitido quitarse las orejas de burro que tuvo que llevar los dos primeros días, eso había rebajado la tensión y, sobretodo, las risas y le permitía conservar parte de su magullada autoestima. De momento debía continuar con el cartel de “burro” al cuello pero, aparte de los problemas con la sopa, si se ponía de perfil era difícil leerlo.

Esta nave se está cayendo a pedazos.Cuando llegó al elevador gravitacional no pudo reprimir un espasmo de horror al ver el tapizado.
Loulou, la encargada de Fanfarrias y Decoración de Interiores asignada a la nave y supuesta amante del capitán, había insistido, en contra de la opinión mayoritaria y el buen gusto, en tapizar en, horrendos, colores pastel todos los elevadores con la excusa de animar los trayectos y atenuar los amenazantes ruidos que habitualmente los acompañaban en su funcionamiento. El resultado había sido estremecedor aunque tenía la ventaja de producir mareos que impedían escuchar los chirridos, crujidos y gemidos que acompañaban cualquier trayecto. En esta ocasión le tocaba coger el tapizado en rosa “Petit Suisse”. Antes de pulsar el botón correspondiente a la planta 13, la planta noble, recibió una desagradable descarga debido a la electricidad estática que había acumulado al salir arrastrando los pies por la sucia moqueta, otra brillante idea de Lou Lou, de la sala de mapas, al segundo intento pudo pulsar el botón y el elevador arranco traqueteando y bufando. Por suerte el miedo al aplastamiento gravitatorio siempre era sustituido por los vahidos debidos al efecto combinado del color sobre el nervio óptico y el olor a ambientador rancio.
En la planta 13, bajo de un salto del elevador y se apresuró mientras se roía distraídamente alguna de las uñas que le quedaban. Delante de la puerta de la cabina del capitán se abrochó la guerrera y trató de colocarse el cartel del cuello.

– Adelante Gordon

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Pececillos

Aquel martes, 2 de octubre, Samuel no consultó el horóscopo, como tenía por costumbre. Si lo hubiese hecho, habría podido leer lo siguiente: «Piscis: Antes del 4, Mercurio te da la espalda. En el trabajo, una compañera intentará socavar tu autoestima criticando tus ideas ante tu jefe. No dejes que perturbe tu seguridad en ti mismo. Cerca del 6, Venus te presentará dos candidatas interesantes. Haz uso de tu intuición para elegir la mejor. ¡Y disfruta!»

De haberlo leído, habría descubierto que Mercurio debía ser algo más que las bolitas plateadas con las que jugaba de niño, a pesar de las advertencias de su madre, cuando uno de aquellos viejos termómetros se rompía.

Bolitas aparte, que Mercurio le diese la espalda le preocupaba tan poco como que alguna compañera de trabajo, ¿quién sería la perra?, intentase ¿socavar?, ¡qué coño sería eso!, sus ideas ante su hefe. Que recordase, jamás había compartido ninguna con él, probablemente con nadie, sus interacciones rara vez iban más allá de algún que otro «… nos días» y «… nas tardes», más gruñido que dicho, y, siempre que podía, «¡gilipollas!», aunque esto último confiaba en haberlo susurrado y no compartido, el hefe tenía muy mala leche y las manos como manojos de morcillas, una hostia suya podía hacer que sus dientes se comportasen como palomas, volando de acá para allá. La perra podía cansarse de esperar, sentada sobre su gordísimo culo de zorra, si tenía que excavar alguna idea suya.

De la autoestima, ya se ocupaba él cada mañana, y alguna tarde, desde los 13, puntualmente como un reloj y con más entusiasmo que un mono adolescente y, si había pasta suficiente, se la fiaba a la Chenifer que la dejaba limpia y reluciente.

De perturbación sabía un rato, ¡qué manía tenían estos con los tocamientos erógenos!, y se perturbaba con fruición y sin descanso. Vicios tenía como el que más, pagando o tirando de sable.

La tal Venus hubiese despertado más su atención, no tanto por el nombre, que le hubiese sonado a tenista maciza, como por la posibilidad de montarse una juerga con ella y una de las candidatas, fantasía cumplida, él y su autoestima retozando con un par de churris… incluso tres. Lo que le faltaba de intuición, se untase eso como untase, le sobraba de calentura atrasada, para dar y regalar, sin prejuicios. Lo mismo le daba una que dos, dos que tres y tres que ninguna, mientras tuviese manos.

Ignorante de su futuro, Samuel, mente simple y gustos sencillos continúo aquel 2 de Octubre con sus obligaciones y devociones, atendiendo siempre que podía a lo único que acertó la previsión.

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3+1 (Micro Relato -poco- navideño)

El primero en caer fue el negro, la brutal energía cinética de los proyectiles disparados por el francotirador enviaron su cuerpo sobre la pequeña mesa de cristal del comedor.

Vidrios, migas de galleta, leche, sangre y su vida se mezclaron y desparramaron en el suelo.

Mel y Gas aterrorizados se lanzaron a tierra; el resto de inútiles proyectiles perforaron los muros de pladur añadiendo yeso a la asquerosa mezcla que se extendía por la tarima.

Gateando, intentaron llegar a la puerta del recibidor. Mel lo hizo en primer lugar. Se levantó, no vio al policía vestido de negro que allí los esperaba; no se fijo en la beretta ni escucho el disparo que se llevo por delante sus sesos; sueños, miedos y pensamientos volaron con ellos.

Gas retrocedía, sus botas aplastaban con cada paso el desastre en que habían convertido aquella casa; vidrios, migas de galleta, leche rosa, sesos, yeso y miedo alfombraban su camino a ninguna parte.

Manos abiertas y levantadas frente al pecho, inútil gesto ante una ráfaga de HK.

Motas rojas desde la ingle hasta el cuello, cansado Gas se recostó en la pared; apoyado en su sangre se dejó caer y murió sentado.

Vivieron siempre entre camellos, hicieron de irrumpir en las casas una lucrativa profesión que acabó siendo, otra más, adicción.

***

La noticia abría los telediarios y tranquilizaba a la asustada población. La colaboración entre GEO y GEI había sido impecable; delincuentes aparte, no había que lamentar daños personales. Aún así la operación Christmas se mantenía abierta, quedaba uno; por poco tiempo esperaban las autoridades, el cerco se cerraba inexorable.

A estas alturas, estaba claro que Klaus (alias El Gordo Rojo, alias 3Hou, alias Santa) no llegaría a Navidad.

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Ecos

Si todavía fuese un niño, podría subirse las mantas hasta la nariz, arrebujarse entre la sabanas, darse media vuelta y disfrutar de unos momentos más en la cama; esperando que su madre, cariñosa pero firme, volviese a insistir y sacarle de la cama. Si todavía fuese un niño.

Insistía también Adela, con más firmeza que cariño, y añadía siempre en tono somnolientamente quejoso: «¿por qué lo pones tan temprano si no te levantas?». Al segundo empujón y el primer gruñido acababa levantándose y al final siempre tenía que ser él quién volviese a insistir, con más temor que firmeza, para que ella dejase el calorcillo de la cama. Hace más de un año que Adela y él dejaron de compartir despertador así que hoy, tampoco será ella quién insista.

Despertares como estos le hacen añorar el cariño de su madre y, si lo piensa otra vez, el calorcillo de Adela y su insistencia, hasta su firmeza. Pero ahora ya no tiene nada de todo eso, sólo le queda el insistente y electrónico zumbido del despertador y, desde hace un par de meses, una desagradable, masculina y cuartelaría, vocecilla interior que no hace más que decir: «¡levántate coño, eres un vagazo de mierda y un puto desastre!». La vocecilla de sargento “chusquero” no se apacigua, no tiene intención de dejarle disfrutar del calorcillo, tiene cuerda y argumentos soeces para rato. Y así, ante los insistentes zumbidos del uno y el deseo de callar a la otra, siempre acaba levantándose.

Se ducha y se afeita, cada día más rápido porque no quiere pasar mucho tiempo ante el espejo y, mientras se seca envuelto en el edredón, se prepara el primer café de la mañana. Lo toma acompañado de otra vocecilla que no es la de su “sargento”, no debe gustarle la ducha, y suena femenina, agradable y hasta picante, piensa en ella como en un hada pícara. Disfruta mientras va diciéndole lo que necesitaría para ser FELIZ. Así escucha que debería dejar su trabajo, donde hace tiempo que no le valoran como ÉL se merece, y salir a buscar “El Dorado”, que en algún sitio debe estar. Allí será apreciado en todo su valor, encontrará su pareja ideal y con ella podrás descansar y hablar. Juntos se divertirán, viajarán y descubrirán y disfrutarán de placeres, permitidos y prohibidos, sin cuento y sin límite. La vocecilla, que no deja de susurrar sugerente, le dice que se merece otra suerte, que debe dejar de ser el hombre que le mira de reojo en el espejo y comenzar a ser otro, más libre y decidido, más atractivo. Es fácil, sólo tiene que esperar el momento adecuado. Un momento en que todo aquello que merece se mostrará ante sus ojos, al alcance de su mano. Será entonces que deberá tomarlo, con decisión, sin temor.

Esa agradable vocecilla sonando en su cabeza le anima y sale un poco más contento de casa, puede enfrentarse con algo más de alegría a otro día «apasionante». Tira de él y le ayuda a mantener la esperanza de que ese otro hombre se decida a salir, quizá hoy.

Por algún motivo que no alcanza a comprender, en cuanto entra en la oficina la vocecilla se calla, quizá se marche a compartir alojamiento con el sargento, y no le queda más remedio que escuchar la realidad y empezar a trabajar. Sus compañeros tienen la odiosa costumbre de no contar con él para tomar café, salir a comer o cuchichear delante de la máquina de refrescos, ellos sabrán por qué, quizá Adela también tenía razón en eso cuando le decía que era un aburrido y asocial. Quizá porque no le gusta hablar de futbol, la política dejó de importarle hace mucho tiempo y de mujeres prefiere no hablar, por respeto o miedo. Preferiría hablar de música, de libros o de viajes, pero en la oficina la música no es motivo de conversación, sólo se escucha, cada uno la suya. Los libros sólo importan si hay película y de viajes se habla a la vuelta de las vacaciones y por obligación o para presumir, todos sus compañeros parecen Livingstone a tenor de sus periplos. Come solo, toma café rápido y sin compañía, no cuchichea.

Hoy es diferente, será porque uno de contabilidad se marcha y le conoce, hoy los del futbol se acercan para decirle que esta noche hay una cena y después se tomarán unas copas para despedir a Pepe, que venga si quiere que está «invitaó», aunque si viene tiene que participar en el regalo. No parecen estar muy contentos con la idea de contar con él y el tampoco lo está de que lo hagan, pero recuerda a su cálida y sugerente vocecilla, piensa que quizá sea una oportunidad, quién sabe. Además también ira la nueva de Servicios Generales y, aunque no lo reconozca, la chica le hace tilín desde que llego hace un par de meses.

Llega temprano, como siempre, al bar donde han quedado y alivia la espera tomando un par de cervezas y pensando que narices hace allí. Cuando llegan todos, alegres y ruidosos, se queda en su rincón, alimentando con pensamientos y cervezas su desasosiego, buscando con la mirada alguien con quién hablar, a la nueva. En el restaurante la situación no mejora, entre gente con la que trabaja pero no conoce se deja llevar por la sed y se aplica en tomar vino y mantener su casto silencio.

Con ellos se marcha de copas, sin saber porque, sin ganas. Entre el ruido y el jolgorio ya no siente la necesidad de buscar con quién hablar, se pierde entre los desconocidos, los habituales y los nuevos, emborrachando en alcohol su vergüenza y sus dudas. Continúa buscando a la nueva y cuando la ve, mientras busca la forma de cruzar su mirada, sus animados habitantes interiores se enzarzan en una animada conversación de la que parece también excluido.

—¡Maricón!, tírale los tejos. Lo que tienes que hacer es trajinártela, ponerla mirando a Cuenca y darle un revolcón. Es lo que les gusta, el macho dominante, el castigador.

—Mírala, no conoce a casi nadie, acércate, pregúntale, busca lo que le gusta, muéstrale que puedes ser encantador.

—¡Tonterias!, mirando a Cuenca, eso es lo que tienes que hacer. ¡Ponerla mirando a Cuenca!.

Cansado, decepcionado y borracho se pregunta si el sargento se trajinará al hada o sólo será un bocazas más.

Será por el cansancio y el sueño, porque no ha visto el taxi libre, el primero en una hora que aprovecha la pareja que estaba en la esquina, hay que gente que tiene suerte en todo, que se sienta en un banco pintarrajeado a descansar y ver si el sargento se calla, hace un rato empezó y no para. En la calle no hay nadie pero parece que le miran y juraría que sonríen, mira a un lado y al otro, hacia arriba donde sólo está la luna, llena. Será por la borrachera o por el sargento y el cansancio que la mira y grita, bajito para no molestar: ¡Y tu que miras!.

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