Ecos

Si todavía fuese un niño, podría subirse las mantas hasta la nariz, arrebujarse entre la sabanas, darse media vuelta y disfrutar de unos momentos más en la cama; esperando que su madre, cariñosa pero firme, volviese a insistir y sacarle de la cama. Si todavía fuese un niño.

Insistía también Adela, con más firmeza que cariño, y añadía siempre en tono somnolientamente quejoso: «¿por qué lo pones tan temprano si no te levantas?». Al segundo empujón y el primer gruñido acababa levantándose y al final siempre tenía que ser él quién volviese a insistir, con más temor que firmeza, para que ella dejase el calorcillo de la cama. Hace más de un año que Adela y él dejaron de compartir despertador así que hoy, tampoco será ella quién insista.

Despertares como estos le hacen añorar el cariño de su madre y, si lo piensa otra vez, el calorcillo de Adela y su insistencia, hasta su firmeza. Pero ahora ya no tiene nada de todo eso, sólo le queda el insistente y electrónico zumbido del despertador y, desde hace un par de meses, una desagradable, masculina y cuartelaría, vocecilla interior que no hace más que decir: «¡levántate coño, eres un vagazo de mierda y un puto desastre!». La vocecilla de sargento “chusquero” no se apacigua, no tiene intención de dejarle disfrutar del calorcillo, tiene cuerda y argumentos soeces para rato. Y así, ante los insistentes zumbidos del uno y el deseo de callar a la otra, siempre acaba levantándose.

Se ducha y se afeita, cada día más rápido porque no quiere pasar mucho tiempo ante el espejo y, mientras se seca envuelto en el edredón, se prepara el primer café de la mañana. Lo toma acompañado de otra vocecilla que no es la de su “sargento”, no debe gustarle la ducha, y suena femenina, agradable y hasta picante, piensa en ella como en un hada pícara. Disfruta mientras va diciéndole lo que necesitaría para ser FELIZ. Así escucha que debería dejar su trabajo, donde hace tiempo que no le valoran como ÉL se merece, y salir a buscar “El Dorado”, que en algún sitio debe estar. Allí será apreciado en todo su valor, encontrará su pareja ideal y con ella podrás descansar y hablar. Juntos se divertirán, viajarán y descubrirán y disfrutarán de placeres, permitidos y prohibidos, sin cuento y sin límite. La vocecilla, que no deja de susurrar sugerente, le dice que se merece otra suerte, que debe dejar de ser el hombre que le mira de reojo en el espejo y comenzar a ser otro, más libre y decidido, más atractivo. Es fácil, sólo tiene que esperar el momento adecuado. Un momento en que todo aquello que merece se mostrará ante sus ojos, al alcance de su mano. Será entonces que deberá tomarlo, con decisión, sin temor.

Esa agradable vocecilla sonando en su cabeza le anima y sale un poco más contento de casa, puede enfrentarse con algo más de alegría a otro día «apasionante». Tira de él y le ayuda a mantener la esperanza de que ese otro hombre se decida a salir, quizá hoy.

Por algún motivo que no alcanza a comprender, en cuanto entra en la oficina la vocecilla se calla, quizá se marche a compartir alojamiento con el sargento, y no le queda más remedio que escuchar la realidad y empezar a trabajar. Sus compañeros tienen la odiosa costumbre de no contar con él para tomar café, salir a comer o cuchichear delante de la máquina de refrescos, ellos sabrán por qué, quizá Adela también tenía razón en eso cuando le decía que era un aburrido y asocial. Quizá porque no le gusta hablar de futbol, la política dejó de importarle hace mucho tiempo y de mujeres prefiere no hablar, por respeto o miedo. Preferiría hablar de música, de libros o de viajes, pero en la oficina la música no es motivo de conversación, sólo se escucha, cada uno la suya. Los libros sólo importan si hay película y de viajes se habla a la vuelta de las vacaciones y por obligación o para presumir, todos sus compañeros parecen Livingstone a tenor de sus periplos. Come solo, toma café rápido y sin compañía, no cuchichea.

Hoy es diferente, será porque uno de contabilidad se marcha y le conoce, hoy los del futbol se acercan para decirle que esta noche hay una cena y después se tomarán unas copas para despedir a Pepe, que venga si quiere que está «invitaó», aunque si viene tiene que participar en el regalo. No parecen estar muy contentos con la idea de contar con él y el tampoco lo está de que lo hagan, pero recuerda a su cálida y sugerente vocecilla, piensa que quizá sea una oportunidad, quién sabe. Además también ira la nueva de Servicios Generales y, aunque no lo reconozca, la chica le hace tilín desde que llego hace un par de meses.

Llega temprano, como siempre, al bar donde han quedado y alivia la espera tomando un par de cervezas y pensando que narices hace allí. Cuando llegan todos, alegres y ruidosos, se queda en su rincón, alimentando con pensamientos y cervezas su desasosiego, buscando con la mirada alguien con quién hablar, a la nueva. En el restaurante la situación no mejora, entre gente con la que trabaja pero no conoce se deja llevar por la sed y se aplica en tomar vino y mantener su casto silencio.

Con ellos se marcha de copas, sin saber porque, sin ganas. Entre el ruido y el jolgorio ya no siente la necesidad de buscar con quién hablar, se pierde entre los desconocidos, los habituales y los nuevos, emborrachando en alcohol su vergüenza y sus dudas. Continúa buscando a la nueva y cuando la ve, mientras busca la forma de cruzar su mirada, sus animados habitantes interiores se enzarzan en una animada conversación de la que parece también excluido.

—¡Maricón!, tírale los tejos. Lo que tienes que hacer es trajinártela, ponerla mirando a Cuenca y darle un revolcón. Es lo que les gusta, el macho dominante, el castigador.

—Mírala, no conoce a casi nadie, acércate, pregúntale, busca lo que le gusta, muéstrale que puedes ser encantador.

—¡Tonterias!, mirando a Cuenca, eso es lo que tienes que hacer. ¡Ponerla mirando a Cuenca!.

Cansado, decepcionado y borracho se pregunta si el sargento se trajinará al hada o sólo será un bocazas más.

Será por el cansancio y el sueño, porque no ha visto el taxi libre, el primero en una hora que aprovecha la pareja que estaba en la esquina, hay que gente que tiene suerte en todo, que se sienta en un banco pintarrajeado a descansar y ver si el sargento se calla, hace un rato empezó y no para. En la calle no hay nadie pero parece que le miran y juraría que sonríen, mira a un lado y al otro, hacia arriba donde sólo está la luna, llena. Será por la borrachera o por el sargento y el cansancio que la mira y grita, bajito para no molestar: ¡Y tu que miras!.

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