La primera vez que leí sobre aquello, fue en la aborrecible y despreciable obra del demente Abdul Al-Hazred, mientras buscaba información para mi ensayo acerca de los Dioses Exógenos y su influencia en el Mal Exterior. Si pude acceder a tan nefando volumen, fue gracias a algunos viejos amigos que trabajaban en el departamento de Demonología, adscrito a la facultad de Teología, de la Universidad de Barcelona. Tras laboriosas y tediosas gestiones, permisos y componendas, pude finalmente acceder a la copia del Nεκρονομικόv, Necronomicón para todos aquellos no versados en el griego, que dicha institución salvaguarda con total discreción y el más absoluto de los secretos.

Permanentemente custodiado por un adusto monje dominico, tuve la oportunidad de trabajar en el pútrido volumen. Todavía hoy no sé qué extraña razón atrajo mi atención sobre aquel nombre: BangjoH’a’ y la detestable loa que lo acompañaba: «Infame arquero ciego, alado mensajero de la lascivia y la corrupción. Apóstol de la cópula, la lujuria y la degradación carnal». A pesar de mis años de estudio y de ser considerado un experto en el panteón de acólitos, mensajeros y lacayos de Azathoth, esta era la primera ocasión que conocía de su existencia. Sin duda se trataba de un aprendiz menor de aquel, pero no por ello menos abominable y repugnante que otros de mayor rango.

Por qué un diosecillo inferior, libidinoso y repulsivo atrajo mi atención, escapa al poder de mi raciocinio y entendimiento. Tanto me fascinó que, a pesar del cansancio de la tarde de estudio y lectura, en mi domicilio hurté al ocio las horas que fueron precisas hasta encontrar, en la copia facsímil que del grimorio conocido como Enchiridion Leonis Papae poseo, no menos de tres ensalmos, conjuros y encantamientos que versaban, o pretendían enseñar los ritos necesarios para invocar a un ente de nombre Ban’o’ja. Aun no siendo igual la grafía, la similitud fonética resultaba evidente. Era para mí cierto que se trataba del mismo ser abyecto, y continuaba presente en los círculos mágicos más de 1.000 años después de su primera aparición.

Preso de la excitación de la caza, meramente intelectual por supuesto, telefoneé a uno de los más reputados exorcistas y demonólogos de la diócesis. Este, en el transcurso de nuestra animada charla, me invitó encarecidamente a revisar los duplicados que conservaba de las actas que la Santa Inquisión levantó en el transcurso del proceso incoado, en el año del señor de 1.610, contra las brujas de Zugarramurdi. El anciano creía recordar tan peculiar nombre, pero a pesar de su prodigiosa memoria, sus muchos años le hacían preferir que entre ambos confirmásemos la certeza del recuerdo.

Necesitado de descanso, pero incapaz de reposar mi mente acelerada, decidí salir a dar un paseo. La tranquilidad y quietud de la noche habían de contribuir sin duda a templar mi ánimo. El paseo me tonificó y animó, de tal forma que decidí continuar la investigación hasta su conclusión, identificando a aquel viejo demonio o rechazando de pleno su existencia.

Nada destacado sucedió durante mi caminata nocturna, salvo la presencia, sorprendente a tan avanzada hora de la noche, en uno de los árboles que abundan cerca de mi domicilio, de una multitud de aves de lo que, al menos con mis escasos conocimientos ornitológicos, era una nueva y desconocida especie de pájaros. Tampoco debía parecerme tan extraño, en estos tiempos los periquitos, loros y otras aves foráneas desplazan a nuestras entrañables palomas de sus entornos habituales.

De abundante plumaje blanco y brillante, pico pronunciado y fuertes garras, permanecían silenciosos e inmóviles a la luz de la luna llena que presidía la noche. Seguramente fue mi imaginación excitada por las lecturas del día, pero hubiese jurado que sus emplumadas testas seguían con descarado interés e inusitada atención mi deambular por las silenciosas y tranquilas calles.

 «¡Banjojá! ¡Banjojá!». Estos eran los gritos que, atendiendo a lo anotado con celo por los interrogadores, proferían algunas de las brujas procesadas en Logroño, animadas sin duda por los atareados verdugos que con diligencia manejaban el potro que las distendía. La similitud entre estos vocablos y los ya mencionados antes, no me pareció casual.

Continuamos el estudio de los documentos y encontramos que, acorde a lo redactado en las detalladas notas de los monjes encargados de los sumarios, la mención a Banjojá iba siempre acompañada de una admonición, una letanía o cantinela: «Infieles. Temed el año sexto del segundo millar. La fiesta del lobo celebrará entonces y en presencia de la luna preñada, el final de vuestro tiempo en la tierra». Los interrogatorios continuaban, pero las brujas, por más tormentos que se les aplicase, no soltaban prenda. Salvo una, hija de la principal encausada, de nombre Estevania de Yriart, que añadió a lo confesado por sus hermanas y madre la presencia de unos emisarios alados. Blancos y brillantes pájaros que, llegado el tiempo, anunciarían con sus gritos la inminente llegada de la grandeza y corrupción de Banjojá.

Atenazado por un miedo atávico e irracional, preso de una creciente excitación, solicité a mi anfitrión permiso para revisar su extensa biblioteca, en particular la colección de grimorios que posee. Tanto el De occulta philosophia libri tres como el Liber aneguemis —atribuido a Platón— y el Heptameron, contenían todos ellos claras referencias al Infame Arquero. Exhausto, temeroso y abatido, me despedí de mi amable colega y decidí marchar caminando hasta mi domicilio. El viaje se hizo largo y tedioso debido a mi empeñó en revisar todos y cada uno de los árboles que adornan las aceras de Barcelona. No dejé uno sin escudriñar. Tanto es así que algún transeúnte, extrañado por mi comportamiento, me preguntó qué buscaba con tanto interés. Sin éxito, en ninguno pude ver pájaro alguno semejante a los que desde la noche en que salí a pasear, habitan el chopo que veo desde mi ventana y tanto me recordaron a los mencionados por Estevania.

Hoy es 12 de febrero y la luna va engrosando, pronto estará tan preñada que llenaría de satisfacción a las atormentadas brujas. No sé cuándo será la Festividad del Lobo, aunque bien podrían ser los viejos y olvidados Lupercales[1]. Además, esos malditos pájaros no han cesado de atormentarme con sus gritos desde el día en que revisamos aquellas viejas actas. Cómo si anunciasen algo, comenzaron entonces con su extraño con su extraño lamento. Solo he podido verlos aquí, en mi chopo, en ningún otro lugar de la ciudad puede encontrarse uno semejante.

No ceso de preguntarme si todavía debemos temer la llegada de BangjoH’a’ o solo se trata de otra vieja superstición. ¡Si al menos esas bestias cesaran de gritar! Sus reiterados, estridentes y monótonos Tekeli-li excitan mi imaginación y exacerban mis miedos. Bajaré a tomar un chocolate caliente antes de ir a descansar, hoy no tengo ánimo para salir a pasear.

Fragmento del diario del filósofo y estudioso Dr. Stimat, incluido en el expediente D-1402/2006. Elaborado a raíz de la desaparición del aludido, acaecida el 14/02/2006, por la Sección de Homicidios y Desaparecidos perteneciente a los Mossos d’Esquadra.

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[1] Festividad Romana, en honor del Fauno Luperco y la loba que amamantó a Rómulo y Remo, se celebrada en lo que actualmente sería el 15 de febrero. Sustituida en la era cristiana por el onomástico de San Valentín: El día de los Enamorados.

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