Por supuesto se trata de una pregunta retórica; cualquiera que haya tenido la increíble buena fortuna de deleitarse con la lectura de alguno de mis escritos, incluidas las listas de la compra o temas pendientes, sabría responder al menos tan bien sino mejor que yo mismo a esta cuestión. Si escribo, es para dar a todos los que me leéis la oportunidad de disfrutar y olvidaros, siquiera los instantes que necesitéis para agotar mis escritos, de vuestras mediocres y grises existencias.
La exquisita calidad de mis endebles construcciones, la excelente y correosa textura de mis personajes, el extraordinario ritmo de mis escasos diálogos y la espectacular tonalidad de mi breve paleta de sensaciones serían, cada una de ellas por separado e ineludibles en conjunto, motivaciones suficientes para dedicaros parte de mis escasos y raquíticos momentos libres. Es por todo esto que, pensando en vosotros, vierto en palabras los inabarcables pensamientos que atestan mi inagotable, aunque limitada, imaginación.
Estoy completamente seguro de que si me pongo a rebuscar y le dedico tiempo, imaginación y esfuerzo, encontraría algún «ex» más aplicable a lo que escribo, sería igual de falso y forzado que todos los anteriores, pero los haría encajar, basta un poco de maña un mucho de fuerza y un buen calzador, en el mejor de los casos, en el peor los martillazos hacen milagros.
Dejando de lado chuflas y retrancas, la verdad es otra y más simple, ¡son las historias! He pasado gran parte de mi vida imaginando historias y es probable que la razón se encuentre en mi infancia, Freud estaría orgulloso de mi. Una parte importante de mi tiempo libre lo pasaba entonces bastante solo; mis padres trabajaban como conserjes, porteros se les llamaba entonces, mi padre además compaginaba este trabajo con otro de noche; de camarero primero, de vigilante en unos grandes almacenes más tarde -el pluriempleo era algo muy común en aquellos no tan lejanos tiempos, los sueldos no daban para todo y no eran pocos los que compaginaban varios trabajos- Con tantas obligaciones, no andaban sobrados de tiempo y era poco el que podían dedicar al ocio, al suyo en primer lugar y al nuestro, mío y de mi hermano, tampoco. Se que confesar esto, llevará a todos aquellos que hoy ejercen como padres cicerone a tiempo completo a una santa indignación, inevitable reacción ante tamaña bestialidad. Les ruego desde aquí que no lo hagan, dejen la justa indignación para causas más nobles y posibles; lo hecho, hecho está y al fin y a la postre no era la mía una situación extraña o singular, muchos de nuestros vecinos y conocidos se encontraban en trance semejante y si de vale de excusa, no hemos salido tan mal; ni más ni menos tarados que otros tantos que recibieron y aún hoy reciben de sus progenitores más tiempo, de la atención, principios y calidad mejor hablamos otro día.
A lo anterior, se unía en mi caso la diferencia de edad de con mi hermano, me sacaba entonces y hoy continúa haciéndolo cinco años, apenas el 10% de lo que llevo vivido ahora, pero una enormidad en aquellos años 70. Esta diferencia nos situaba en momentos diferentes, cuando yo disfrutaba de la infancia estaba el en la adolescencia y por fuerza nuestros intereses y necesidades eran diferentes, difícil contar con un compañero de juegos en estas circunstancias. No me quedaba otra que aprender a divertirme, o aburrirme, por mis propios medios y a ello me puse con infantil entusiasmo. Por suerte contaba con mi imaginación y un magnífico escenario donde ejercerla; una vieja casona, casi palacete, sita en la calle Alcalá de Madrid, exactamente en el número 20, al lado del que todavía hoy es el Teatro Alcalá y frente a la iglesia de San José y lo que entonces era la agencia de viajes Wagon Lists. La una, la iglesia, todavía continúa siéndolo, no así la otra, el Wagon Lists dejó paso a no se que comercio que a su vez cedió el lugar que ocupaba a un VIPS. Con el cierre de estos establecimientos no se a que actividad dejará paso. La supervivencia del templo y, comparativamente hablando, la poca fortuna de los negocios nos da una idea de porque algo más de 2000 años después continuamos rezando y fiando en los dioses aunque no lo hagamos en los agentes de viajes.
Como porteros, mis padres tenían la obligación de cuidar, vigilar y guardar aquella enorme casona, asegurando que los magros servicios que prestaba a sus inquilinos no se interrumpiesen, fuese de día o de noche, laborable o fiesta de guardar -entonces las fiestas se guardaban y respetaban, no fuese que se agotasen y disolviesen. No ocurría como hoy, que gastamos y dilapidamos festivos y puentes como si en ello nos fuese la existencia- Vivíamos allí por tanto y el tiempo que yo no pasaba en la escuela, dedicado a mis tareas o fuera, en las pocas ocasiones que salíamos, lo empleaba en imaginar historias de las que siempre era yo el único protagonista y transcurrían invariablemente en aquellas seis enormes plantas, convertidas a mi antojo en castillo, selva, árido desierto o cualesquiera otro escenario que se acomodase a mis necesidades. En aquellas escaleras y rellanos, aprendí a ser pirata, vaquero, soldado, aventurero o explorador. Combatí a los indios en cada escalón de la majestuosa escalera de entrada, me embosqué en el hueco de las escaleras a la espera de las columnas que pretendían invadir mi reino imaginado. Exploré cada recodo y cada sombra, combatí monstruos y animales bajo la enorme lámpara de la entrada, me maravillé encontrando tesoros que sólo yo podía imaginar en viejos baúles y arcones. Con la ventaja de poder interrumpir cada combate y porfía para merendar, sabedor de que podría retomarlos en el punto exacto en que los dejé, fuese yo ganando o estuviese a punto de sucumbir, cuando tuviese a bien hacerlo y contase con el permiso necesario para volver a perderme en aquella enorme casona plagada de amigables fantasmas, antagonistas imaginarios e innumerables compañeros de aventura.
Hace mucho tiempo que dejamos aquella casona, cómo podéis suponer ya no se parece en nada al lugar que yo conocí y en el que tuve la oportunidad de vivir mis primeros años. Aún antes de marcharnos ya dejó de ser el paraje que yo recuerdo y en el que pase tanto tiempo viviendo historias imposibles. A principios de la prodigiosa década de los 80, un inversor de los que empezaban a despuntar por aquí, interesado en hacer dinero rápido y, sin él imaginarlo, perderlo más rápido aún, decidió convertirla en otro anodino y ampuloso edificio de oficinas.
No pudiendo arrancar de sus quicios las enormes puertas de entrada, las cortó y tiró, sustituyéndolas por otras de frágil vidrio que nunca llegaron a funcionar como se esperaba, o no cerraban bien o eran incapaces de abrirse como alguien pensó que debían hacer. La lóbrega entrada se tornó luminosa, perdiendo en el proceso además de las sombras, las posibilidades que estas brindaban a mis aventuras infantiles. La vieja lámpara de araña que colgaba en el hueco de la escalera lo largo de dos pisos e iluminaba pobremente cinco, aquella por la que más de una vez me imaginé descendiendo cual intrépido pirata -influencias sin duda de «El temible Burlón» y el «Halcón y la Flecha»- dejó su lugar a un horror que ocupaba todo la altura de aquel abismo, feísima columna de luz con más bombillas que la decoración navideña que todos los años abrazaba los árboles de la calle Alcalá y ningún atractivo para mi imaginación. El viejo pasamanos de madera fue púlcramente cubierto por un abultado forró de terciopelo rojo, el forjado de las escaleras dorado a base de pintura y los chirriantes escalones cubiertos de hortera moqueta. Todos los pisos vacíos, pero llenos de aventuras para mi, se llenaron de bulliciosas oficinas.
Acabamos marchando de allí, mi padre ya no precisaba de dos trabajos, con uno y la ayuda de mi madre, que continúo algunos años más trabajando en uno de los pisos que sobrevivió a la transformación, bastaba.
Creo firmemente que serían aquellos años, aquellos espacios y ensayos los que me llevarían al convencimiento de que hay historias que sólo yo puedo imaginar y contar, cuentos que sólo yo conozco y puedo narrar.
¡Son las historias!. Porque todavía hoy creo que hay batallas que pelear, aunque ya no las combatan caballeros o soldados. Lugares y tiempos que descubrir, aunque ya no sean aventureros o exploradores los encargados de la tarea. Princesas que salvar, aunque las niñas prefieran vivir en sus torres y los príncipes anden ocupados con el Whatsapp. Monstruos que abatir, aunque ahora sean reales y más terribles que cualquiera de los que entonces hubiese podido imaginar o entrañables cómo nunca antes los fueron. Será por eso que escribo
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