Lo más sobrecogedor es el silencio. Absoluta, completa y sobrecogedora ausencia de sonidos, esos que el hombre genera inconsciente, continua e inevitablemente. Conversaciones, tranquilas unas, otras que asemejaban encendidas discusiones y las que se hacían a distancia; risas de adultos, llantos y berrinches de los niños, el petardeo de una moto, las ruedas del carro de la compra o las maletas; pisadas, de suelas de cuero en invierno y de chanclas con el buen tiempo. Todos han desaparecido y nada ocupa el tranquilo vacío.

Asomado a la barandilla del centro comercial, Yahvé es consciente no tanto de las ausencias como de la irreversible y eterna tranquilidad. Y con el silencio, el convencimiento de la obra acabada y la inutilidad de continuar. Los seres que lo habían soñado para controlarlos, castigarlos y guardarlos no estaban, ni volverían. Habían marchado, todos ellos. Resignado a volver al limbo del que nunca debió salir, la deidad saltó al vacío, deseando que el estruendo al estrellarse allá abajo no perturbase el velo de silencio más que un breve instante, al igual que las olas agitan levemente la piel del mar antes de desaparecer como si nunca hubiesen existido.

Agradecimientos: La foto, como hago habitualmente, la he encontrado en pixabay y pertenece a Andrea Palmieri

Este brevísimo texto lo imaginé en una barandilla. Al igual que Yahvé, con la diferencia de que yo fumaba, me asomaba al mundo que discurría, ajeno a mis pensamientos, debajo. En contraste a lo que le causa sorpresa, la mía no provenía del silencio sino del continúo estruendo que producimos. La Calle de la Carabela la Niña resonaba, a la luz de un claro día de sol, con todos los sonidos que he expresado y algunos que no he sido capaz de recordar, antes de desaparecer bajo el centro comercial de L’Illa. El propio centro comercial está siempre rebosante de sonidos. Incluso a primera hora de la mañana puedo escuchar mis pasos, los de un compañero o los del personal de seguridad, mientras camino a la oficina. De ahí a pensar que aspecto tendría en el más absoluto silencio, no hay más que un breve trecho. Me pareció adecuado completar la escena con un protagonista de excepción, un dios contemplando este paisaje silencioso y desolador y recordando a todos los seres que lo imaginaron y dieron vida. Esta deidad, que representa a todas las que hemos inventado a lo largo de los siglos, comprende que su existencia no tiene sentido sin la presencia de aquellos que lo crearon, todos nosotros.

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