Si no habéis leído la primera parte, debéis hacerlo, por aquí podéis encontrarla.
En todo este tiempo, he curioseado en salones, salitas y cuartos de estar, terrazas, comedores, comederos y cocinas, pero donde más y mejores secretos he encontrado ha sido siempre en los baños. Supongo que las alcobas deben guardarlos más interesantes, oscuros e inconfesables pero casi nadie te deja campar en su suite. Nadie te ofrece su catre pero todos te dejan su trono. Cortesías y convenciones.
Y hasta los baños pueden estar vedados, habitualmente debes apañarte con el aseo, ese cuchitril que nadie utiliza como tal, más bien como almacén y sólo en caso de visita para la función que fue diseñado: permitir a los ajenos al clan familiar miccionar -nunca he conocido a nadie que se permitiese el atrevimiento de pasar a mayores en estas estancias- sin hollar ni macular el verdadero templo de la higiene y hacer lo primero en relativa paz. Aunque siempre persista el temor a que se abra la puerta por sorpresa mientras te esfuerzas en mear rápido, sin chapoteos ni salpicaduras. Es por eso, por el temor, que todos echamos un vistazo por encima del hombro mientras nos aliviamos y no podemos evitar pensar si el pestillo desempeñará correctamente su función.
A pesar de los miedos y mientras dejas correr el agua en el lavabo como sonora maniobra de distracción, puedes encontrar cosas interesantes en estos cuartos de cortesía. Por ejemplo, esa colonia que ya ni utilizan ni recuerdan, cómo las viejas gomas de las salas de reuniones, generalmente solitaria y colocada en el centro del estante del espejo, cubierta de una profusa capa de polvo que en función de su grosor te permite estimar, cual carbono-14, el tiempo que lleva allí olvidada y abandonada. Y, sobre todo, el botiquín, esa agrupación de píldoras y remedios que dice a través de nuestras dolencias -crónicas o temporales- más de nosotros, nuestras costumbre y fobias, de lo que nos gustaría que otros supiesen. Que si tal tiene colesterol, así se explica lo de las ensaladas y la manía al cochino, y cual hemorroides, por eso no para quieto en la silla el cabrón. Es en estos lugares donde descubres que tu amiga la guapa, esa que siempre ha despertado envidias y tu has sabido lejana e inalcanzable cual diosa etérea, consume con voracidad -o eso parece por el volumen de ellos que atesora- carminativos, antidepresivos, ansiolíticos y una pléyade de ungüentos, afeites y panaceas que para si quisieran algunas boticas. Conocimientos estos que nos aproximan al ser humano que todos llevamos dentro y despiertan el cariño y la ternura como sólo pueden hacerlo las flaquezas y debilidades.
En contadas ocasiones la fortuna sonríe y te brinda la oportunidad de acceder al cielo, sucede cuando para ti se abren los baños en suite, antesala del placer más delicioso, custodios de secretos inconfesables y recónditos que para si quisieran los archivos del vaticano. Esos baños en los que da respeto evacuar aguas menores y por mucho que se revuelvan tus intestinos jamás utilizarías para mayores; sería peor que profanar el santo sepulcro y la meca en el mismo día, aunque después rascases con la escobilla hasta obtener deslumbrantes reflejos como nunca lo has hecho en tu propia casa. La mera idea de liberar un viento en templos sagrados, a mi particularmente me produce remordimientos y me altera el pulso. Si por desventura se produce el incidente -en ocasiones parece existir una conexión irremediable entre ambos alivios-, busco el pulsador del omnipresente ambientador y lo presiono reiteradamente hasta obtener una densa y tóxica neblina que confío en que no me mate y sirva para encubrir en su empalagoso y perfumado abrazo la pestilencia que dejaste escapar. Para evitar lo anterior, en estos casos me limito a liberar la cantidad mínima de fluido necesaria para no reventar mientras centro mi atención en mantener clausurados el resto de los esfínteres. Me lavo rápido, frotando a conciencia las manos sin enjabonar, hollar la impoluta pastilla de jabón -siempre hay pastilla de jabón en estos lugares-, me parecería más sacrílego que chapotear en la pila bautismal de la basílica de San Pedro y me las seco con el forro del bolsillo del pantalón para no humedecer esas límpidas toallas y desbaratar los primorosos dobleces, hacerlo me resulta más herético que atosigar a una Vestal.
Una vez terminado el alivio, toca el placer de la revisión. Esa bola de pelo que se refugia tímida en el desagüe de la ducha, esa capa de restos fósiles que se oculta bajo la impoluta pastilla de jabón, ese cajón atestado de botecillos de champú y peines pacientemente sustraídos en cada visita de hotel, la histórica lata de gasas que contiene un solitario rollo de esparadrapo y esos que tienen cada frasco, bote y envase en perfecta formación, ordenados por alturas y alineados con escuadra, cartabón y sextante siguiendo la estrella polar, guardan también al fondo del segundo cajón, medio oculto detrás del guante de crin y entre una cuchilla de afeitar de la época victoriana y unas tijeras roñosas un consolador rosa, sales de miccionar con el ánimo reconfortado y una confianza renovada en la justicia poética.
El problema empieza cuando en una de estas incursiones descubres en casa de Bartolo, tu mejor amigo o así lo creías hasta entonces, en ese baño que tantas veces has visitado y revisado que te resulta tan familiar como el que usas cada día, algunas cosas que antes nos estaban y resultan sorprendentes. Una caja de guantes de vinilo -¿será alérgico al latex?- no empolvados, nada preocupante si tu amigo se tiñese el pelo, dificil creerlo cuando es tan calvo como tu, o fuese un tiquis-miquis hipocondríaco de la higiene. No siendo lo uno ni lo otro y sabiendo lo que ahora se lo mejor hubiese sido dejarlo ahí. Pero no, una cosa llama la otra y por algo tienes tus vicios y manías, así los guantes de vinilo te llevan inexorablemente a continuar husmeando y encontrar el rollo de cinta americana y la bobina de cuerda de nailon, extraño lugar para guardarlos, cuando habitualmente están en la caja de herramientas y en más casos de los que podéis pensar, en el cajón del mueble del recibidor, junto a una linterna con las pilas exhaustas, un par de destornilladores mellados y roñosos, una vela de la época de la restauración y una caja de fósforos para encenderla en caso de apagón, como ya pasaba con las gomas en los botes de los notarios, estos cajones deben ser los santuarios y refugios donde se resguardan estos restos de otras épocas. Y para terminar, un paquete de herramientas filosas, cortantes, posiblemente extirpantes y quizá mutilantes, que no encaja en ninguna de las tareas conocidas de un ejecutivo de cuentas, por difícil que este sea en muchas ocasiones. Si además las herramientas presentas manchas, manchas de un tono ocre que te recuerda algo que por mucho que te esfuerces no pasa por óxido.
Es ese momento momento en el que se abre la puerta del baño que pensabas haber cerrado, aunque cualquiera sabe que basta un alfiler y la voluntad de abrir para franquear estos obstáculos, y te encuentras con las manos en la masa y una extraña mirada en los ojos de quién hasta ese preciso momento había sido tu mejor amigo, para tornarse por arte de birlibirloque y merced a estas cosillas en un perfecto desconocido y un probable peligro.
Contaros las vanas excusas, lo balbuceos y las trémulas sonrisas no cambiará ni mejorará la situación, tampoco sirvieron las menciones a nuestra vieja amistad. Me repugna la violencia, sobre todo la que puede ejercerse sobre mi y recordando lo que acababa de encontrar me temía que el ahora desconocido Bartolo era muy capaz de ejercerla y con contundencia. Acepté por tanto su cordial invitación a conocer el sótano, en cualquier otro momento me hubiese encantado, no lo conocía y estaba repleto de cajas, baules y sorpresas, hubiese pasado un buen momento revisando por allí.
Si algo de bueno hay en esta situación es que soy el primero en saber quién es el desmembrador de Legazpi, dudoso honor que no me gusta ostentar, pero no pudiendo renunciar a él, trato de disfrutarlo. A pesar de lo delicado de la situación, no puedo evitar una punzada de orgullo cuando pienso lo lejos que ha llegado el tímido Bartolo, seguro que con otro nombre y diferente carácter no hubiese acabado obteniendo a base de desmembraciones el placer que todos obtenemos con mayor o menor dificultad, pero siempre por medios menos sangrientos.
Creo escuchar que baja. Espero que en recuerdo de nuestra vieja amistad abrevié el trámite y no haya regodeos ni prolegómenos, hay cosas que mejoran con la brevedad.
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