Nace esta atendiendo al compromiso que adopté al final de la entrada Cómo estropear una historia (nn formas de joder una buena idea). Por supuesto no me hago responsable de ninguna de las afirmaciones que hago aquí, si esperabais algo diferente, lo siento, no hay garantía.
El tamaño importa, ¡cuanto me fastidia decir esto!, también si hablamos de escritura, más aún en estos tiempos en los que doscientas veinte páginas (primera estrategia para incrementar la longitud de una historia, poned todos los número en letra, de esta forma un humilde 105 se convierten en «ciento cinco», lo que podemos apañar con tres caracteres lo ampliamos hasta 12, esto sin contar la elegancia y el saber que exhibes al no poner simples cifras y mostrar al mundo que TU SI aprendiste a escribirlos) de letras apretadas y líneas amontonadas no dejan de ser una «novelita», eso si no resulta que a algún infla-gaitas le da por llamarlo cuento largo, historia breve, novelita o semejante.
Resulta totalmente denigrante para aquellos que practicamos el noble arte de abreviar que cualquier escrito que no alcance las cuatrocientas (más espacio ganado, 10 caracteres adicionales) páginas sea considerado «menor», una vida de lucha para convencer al mundo de que el tamaño no es significativo echada a perder por la incontinencia verborreica de algunos llena-renglones.
Podría alegarse que, por contra, Twitter ensalza la brevedad. Cierto es, pero si tenemos en cuenta que el noventa (guiño, guiño) por ciento (guiño) de lo que allí se escribe no es más que reenvío de lo que alguien ya escribió al comienzo de los tiempos y el nueve por cierto de lo que resta da asco, sólo quedaría un uno por ciento con algo de valor, de ese porcentaje, casi nada es literario. Además la red es joven si la comparamos con el universo que la circunda, dejemos pasar un tiempo e iremos viendo, ya se están produciendo cambios en la dirección indicada, a saber: los trinos comenzaron siendo de ciento y cuarenta (quince más al bote, aunque la expresión me haya quedado un poco estrambótica -adjetivo largo, podría haber usado rara y tan ricamente-) caracteres y han bastado unas pocas protestas, orquestadas sin duda por los mismos que piensan que doscientas veinte páginas es novelita, para que el trino se amplíe a doscientos ochenta caracteres de vellón. Nuestros ojos han de ver que en twitter pueda escribirse «Guerra y Paz» del tirón (sin comas ni acentos eso si).
Continuando con el tamaño, tocan ahora algunos ejemplos de brevedad que muestran la bondad de lo escueto, sin ser extenso, sería contradictorio, puedo mencionar: Los diez mandamientos, el artículo 33, los componentes básicos del ADN (cuatro miserables nucleótidos que además tienen nombres infames: adenina, timina, citosina y guanina), el número de versos de un soneto, la duración de una carrera de cien metros, mis esprints para coger el metro, la negación (aunque mis experiencias escribiendo correos para algunos clientes en ciertos paises de sudamérica me hacen poseedor de la experiencia necesaria para decir «no» en cuatro líneas sin incluir dicho adverbio), la explosión de la primera bomba atómica, el nacimiento del universo y mi éxito como escritor
Por ejemplo, los Diez Mandamientos, basándose en tan exiguo código se han enviado a los infiernos legiones de almas y más serían si no fuese porque alguno, no recuerdo cual, de los papas modernos ha declarado, dejándose llevar sin duda por eso del buenrollismo, que más que las Cuevas de Pedro Botero, el infierno es un «recurso literario». No osó añadir que los diablos son azafatos y cicerones porque esto ya hubiese sido denigrante para Belcebú y sus secuaces y tampoco está el horno para andar perdiendo aliados. Si dios hubiese nacido hoy, los mandamientos no hubiesen bajado de diez voluminosos tochos.
Otro ejemplo, el tan conocido artículo 33, de inventarse hoy sería la fusión del código de Hammurabi y el penal.
En cuanto al ADN, no tendría menos de cien componentes intercambiables, personalizables y configurable. Nos resulta profundamente cutre que una obra tan compleja como lo es la mente de tochoman se construya con tan breve vocabulario.
A lo que iba que me estoy yendo por las ramas cual ardilla, vivimos en una época en la que las historias no pueden ser breves. Si vale como muestra, hace mucho que no escucho chistes, quizá porque no pueden alargarse hasta la media docena de páginas sin que pierdan gran parte de su gracia.
Las historias en contra de lo que pueda pensarse tiene una longitud óptima, pueden alargarse un poco o reducirse sin perder su esencia, pero no aceptan los recortes drásticos ni los alargamientos artificiosos.
Reconozco que en esto de los relatos yo peco más de escueto que de prolijo, aunque ya he hecho penitencia y propósito de la enmienda, por eso alguno hay en los que me esfuerzo por extender, a costa de estrujarme las meninges y pagarle cenas caras a la inspiración. Así me han quedado de tamaño tres-cuartos y un poco por debajo de la rodilla, siempre sin ofender al buen gusto. El salto a los capítulos es sólo cuestión de tiempo. Entre los que yo llamaré largos, alguno hay al que se le nota el estiramiento y le crujen las costuras por la tensión.
Se que algunas de mis historias podían dar más de sí, de algunos personajes podría saberse algo más y debería extender alguna situación, mea culpa. Sin embargo creo, con sinceridad, que abreviar una historia, siempre que la historia no resulte artificiosa es más aceptable que el alargamiento inmisericorde, quizá por aquello del «si breve», que se agradece mucho si la historia pesa como el plomo.
Mecanismos para el estiramiento serían, además del potro, la digresión, lo que todos llamamos irse por las ramas, no os pondré ningún ejemplo porque esta entrada completa lo es .
Extenderse más de lo necesario en las descripciones, quizá a Umberto Eco le queden fetén pero ni todos somos el Sr. Eco ni es necesario que describamos la gélida temperatura exterior con un atracón de adjetivos y metáforas, si estamos en el polo norte y hay ventisca, lo normal es que haga un frío del carajo. Podemos adornarlo un poco e intentar transmitir la sensación de nimiedad y soledad que debe invadirte cuando ves una inmensa extensión de hielo mientras se te hielan irremisiblemente las gónadas, pero salvo que algo vaya a pasar en la tercera, empezando a contar por la derecha, colina helada, no hace falta que se describa con todo lujo de detalles. Corremos el riesgo de hacer que el lector deseé vehementemente que el embelesado observador muera congelado y se acabe su tormento, el del lector por supuesto.
A todos los que escribimos nos encanta nuestra voz, también cuando la oímos sonar en forma de palabras y frases escritas. Pero no es necesario que atiborremos al lector con historias secundarias, terciarias o cuaternarias que no aportan nada a la historia. Si nuestra obra habla sobre el amor (chico/a encuentra chica/o, etc. etc. etc.) en cualquiera de sus múltiples variantes y perspectivas, probablemente sea significativo que incluyamos una mención, descripción y somera referencia a los hechos que han llevado a los protagonistas a tan solitaria situación. Entrar a detallar el color de la ropa interior de todas y cada una de las parejas, hábitos sexuales e higiénicos de cada una de ellas, número y color de sus amigos, profesión y trayectoria podría ser excesivo. Si volverá a entrar en la historia bien está, si sólo es un recuerdo, quizá baste con decir que era un(una) hijo(a) de mala madre(padre); hijo(a) de puta(o) también es aceptable dependiendo del nivel de maldad.
Además de al sonido de nuestra voz, los escritores (perdonadme la licencia) amamos nuestras anécdotas, ocurrencias, metáforas y juegos de palabras. Este amor incondicional nos lleva en ocasiones a tener que alargar, cuando no a modificar totalmente, una situación hasta que encontramos el momento oportuno para colocar la anécdota, frasecilla o metáfora. Tanto es el cariño que las tenemos que no escuchamos los chirridos del argumento ni los quejidos de las cuadernas al someterlos a tan tremenda torsión. Cómo todos hemos dicho en alguna ocasión: «Esto, por mi narices, que entra». Como pasa con las maletas, entrar entró pero cuando revienta la cremallera nos toca comprar una nueva.
Los personajes deben tener profundidad suficiente, esto no significa que el lector deba conocerlos mejor que a si mismo, no es relevante que se sepa que el protagonista sufre de horribles flatulencias nocturnas si la cena ha consistido en legumbres, es cierto que esto le dará un toque humano y cercano, pero como ya ocurría con el frío en el polo, quién más quién menos sabe que consecuencias conlleva consumir un cocido para cenar. Nada que objetar si pretendemos hacer mofa de la situación o si la ventosidad desencadena una situación necesaria, si no es así, fuera la flatulencia. No todos los personajes están atormentados por su pasado, temen su futuro o dedican cada instante de su existencia a reflexionar sobre el sentido último de la existencia, también hay tipos normales. También aplicaría a: el sufrimiento moral que representa para el asesino psicópata ver estallar a su gato en el micro-ondas, la honda soledad del portero del hotel cuando el último huésped entra de madrugada y sabe que el lento transcurrir de las horas que restan hasta el amanecer es lo único que le acompañará, o el portero hace algo en la historia con esa soledad o ya sabemos todos que le pagan por estar solo y aburrido por las noches (por eso y por aguantar a los turistas quejándose porque la habitación de saldo que ha reservado por buquing tiene una ventana tapiada).
Como decía un poco más arriba, historias secundarias, bienvenidas sean si enlazan correctamente con la principal, si no hay forma de hacerlas coincidir, dedícales otro libro.
Las historias tienen la vida que tienen, intentar alargarla más allá de su extensión natural hace que el lector piense reiteradamente en la eutanasia (tanto de la historia como del escritor que la imaginó). Como ya decía antes y reitero ahora, los escritores (licencia poética otra vez) nos enamorados de nuestra voz, no hay sirena que pueda competir con el encantamiento que produce en nosotros escucharla. Cada una de nuestras palabras es hermosa, necesaria y adecuada. Si sabemos que esta es una de nuestras debilidades, entregar el manuscrito -un pen-drive vamos- a una amigo de confianza, paciencia contrastada y dotes diplomáticas puede ser una alternativa. Evitar en este caso aquellos de los que sabemos que siempre nos han dicho que somos: «la puta hostia en bicicleta de carreras», «putos genios con un talento incomprendido por la masa aborregada», «putos cracks del teclado», «la santísima hostia transmutada en escritor», «la re-hostia de tres sabores», etc. etc. etc. (putos sólo se usa con escritores masculinos, en el caso de escritoras es mejor buscar alternativas a la puta; hostia es unisex). Si finalmente decidimos pedir ayuda a estos, bien por nuestro ego; pero tengamos también la precaución de dárselo a algún otro con criterios menos explosivos y más atemperados. De estos últimos podemos esperar que nos den alguna idea para mejorar el texto (se que no os gustará oirlo, pero lo que os diré a continuación es cierto: TODOS LOS TEXTOS PUEDEN MEJORARSE. Si alguien argumenta que algunos no, quizá es porque ya han pasado ese proceso y tu no te has enterado). Con el chute de autoestima que nos han dado los primeros, las correcciones propuestas por los segundos serán pan comido. Una vez hechos los cambios propongo volver a entregárselo a los mismos, ¿que dirán los primeros?: «¡¡Joder tío, los cambios son la hostia!! ¡¡eres la puta hostia de los putos genios!!», imaginad que pueden decir los segundos. No lo había dicho hasta ahora, pero intentad que los primeros y los segundos no se junten a la hora de entregaros las opiniones, a ver con que cara sostienes que «deberías recortar un poco la historia del encuentro en la playa desierta» cuando a tu lado un tipo enrojece de entusiasmo mientras proclama a grandes gritos: «¡¡Tío era la hostia puta con chorreras de carreras, eres tan puto genio que tu lámpara es duplex!!»
Intenta que el texto esté equilibrado, con esto quiero decir que trates de dedicarle el tiempo suficiente al desenlace, algunos he leído en los que tras trescientas páginas de idas y venidas, trajines y desencuentros, dramas y reconciliaciones, dimes y diretes el final se apaña en veinte paginillas que dejan a los personajes con la lengua fuera y al lector con cara de circunstancias cuando no, descolocado y preguntándose: «¿Tanta historia para esto?». Recordad que los lectores somos una panda de malnacidos y hacemos con los autores lo mismo que con las compañías de móviles, a la que sale un final malo o se corta una llamada, pedimos portabilidad y cambiamos de compañía.
No te enamores de tus personajes, y si lo haces trata de entender que más bien antes que después deberás serles infiel, quizá por eso algunos de los mios no tienen nombre, me resulta más dificil enamorarme de un desconocido innominado.
Por supuesto hay más formas de elongar historias, más o menos traumáticas todas ellas, pero creo que con lo escrito ya os hacéis una idea. A ver qué se me ocurre para el próximo episodio.