Algo bueno debía salir de todo esto. Quizá lo sea que hemos recuperado las cartas, y no me refiero a los naipes, hablo de misivas y epístolas. Los carteros que hacía mucho dejaron de repartirlas para llenar nuestros buzones con publicidad, propaganda electoral y notificaciones oficiales, correspondencia que nadie quería, vuelven a traer noticias y son esperados con ilusión, llamen una o más veces.

Ahora no precisan sellos, el reparto se hace sin franqueo. Volvemos, tanto tiempo después, a escribirlas y enviarlas, al menos quienes alguna vez lo hicimos y recordamos como era. Antes de que los correos electrónicos, whatsapps, mensajes instantáneos (que siempre fueron a la comunicación lo mismo que el soluble es a un café, un sucedáneo) y las redes sociales, las enviasen al olvido y la prehistoria.

Es gracias a ellas que podemos mantener un simulacro de comunicación, es lo único que nos queda. Casi nadie habla ya, no nos atrevemos y las pocas veces que lo hacemos empleamos el menor número de palabras posible y aún estas pocas las usamos con extremo cuidado. Estas interacciones tan comunes antes, se limitan ahora a inofensivos saludos (de los que el tan habitual «hola» ha quedado desterrado) o vacías cortesías. Lo mismo que hacemos al hablar, sucede con cualquiera de los medios electrónicos antaño tan exitosos.

Sin embargo y por el momento al menos, continúan siendo inofensivas si están escritas en papel, a mano o en las viejas máquinas de escribir que como por arte de magia han ido apareciendo aquí y allá, dios sabrá donde las guardaban los que ahora otra vez pueden usarlas. Quizá suceda lo mismo si las imprimimos, pero la verdad es que tenemos miedo de encender los ordenadores y no conozco a nadie que se haya atrevido a probarlo. Podemos escribir cualquier cosa, siempre que lo hagamos por lo medios antes mencionados, y no sucede nada. Si nada cambia, si continúan siendo inofensivas, podréis leer lo que sigue. Si no es así, si la enfermedad ha llegado también al papel, supongo que no importará que sepáis o ignoréis.

El cuatro de marzo fue el día, el año no lo recuerdo, se que desde entonces han pasado algunos aunque no sabría decir cuantos, en silencio parece que el tiempo pasa más lentamente y podrían parecerme cien cuando sólo diez han transcurrido. Tampoco tiene mayor importancia conocer la fecha exacta, saberlo no cambiará nada y esta historia si ha de escribirse, seguro que encontrará testigos más disciplinados que yo, alguno que tomase nota exacta del momento. Si lo hizo en papel quizá no se olvide el momento en que todo esto comenzó.

Aquel día mi padre cansado de discutir con su esposa, mi madre, repitió lo que tantas veces había dicho antes, sin más consecuencia hasta entonces que una bronca conyugal, un periodo más o menos amplío de caras alargadas por el enfado e incómodos silencios, antes de pasar página. Supongo que las relaciones, las que perduran al menos, se basan también en eso, en la capacidad de pasar página. «¡Un día me lío la manta a la cabeza, cojo la puerta y me voy!», eso fue lo que mi padre profirió, nada que no hubiese oído yo antes. La diferencia en esta ocasión fue que resultó ser cierta el adagio, y no sólo en lo que hacía referencia a la marcha, visto lo que vendría después hubiese sido este mal uno menor, sino de manera literal. Y marcho, pero no sin antes enrollarse, cual enorme y abultado turbante, en la cabeza la manta que habitualmente cubría la cama de mis padres y desmontar trabajosamente, el enredo en la cabeza sin duda no fue de ayuda, la puerta de entrada. Por suerte para él, nunca a pesar de las muchas veces que lo habían hablado, se decidieron a cambiar la de contrachapado que teníamos por una blindada, la desidia y la tacañería sirvieron para que no se lesionase al cargarla.

De esta guisa, con una manta mal arrollada en la cabeza y sujetando con dificultad una puerta bajo el brazo, fue la última vez que vi a mi padre. Que fue de él y donde terminó su viaje, no lo se, nunca recibimos noticias suyas, tampoco mi madre y yo hablamos mucho, ni de esto ni de nada, desde entonces. Si sé, en cambio, que aquello no fue más que el principio de una ordalía que aún durando poco, acabó con el mundo tal y como lo había conocido hasta entonces.

Rebelión (Parte 2)

 

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