Oveja Negra

Oveja Negra

Nací oveja, no me quejo por ello; no creo tener motivo y aunque lo tuviese, no me enseñaron como hacerlo; si hubiese motivo y conociese como hacerlo, no habría a quién dirigirme. Las ovejas no somos como vosotros los humanos, no tenemos sociedad, gobierno ni dioses, sólo tenemos el rebaño y ninguna entre las que lo forman sabría que hacer con las demandas. Hasta creéis que no tenemos consciencia.

Sólo te quejas y ruegas si crees que alguien o algo atiende y resuelve tus demandas. Si no existe quién las escuche, la queja se torna inane y así, aunque la necesidad exista, la certeza de su inutilidad las lleva a desaparecer.

La vida de oveja es sencilla, sigues al pastor mientras camina; cuando se para, buscas un lugar tranquilo y protegido en el que pastar y mordisqueas la hierba. Cuando levantas la vista ves al resto de tus congéneres haciendo lo mismo bajo la atenta mirada del perro del pastor. Entre nosotras nos relacionamos poco, un balido de vez en cuando para saber que estas aquí y puedes balar, un empujón al caminar y poco más.

Cuando el pastor decide que debemos volver, se pone en marcha de nuevo, el perro se encarga de mantenernos agrupadas y que ninguna de nosotros se pierda, aunque no nos perderíamos. Es fácil vivir como lo hacemos cuando te acostumbras, el calor del rebaño y la rutina es lo único que deseas cuando lo conoces.

No siempre fue así, yo también fui cordero joven y escuchaba incrédulo a mi madre cuando contaba como sería mi vida; yo no sería así, un aburrido miembro del rebaño, tenía otros planes. Sería una oveja negra, independiente, libre y audaz.

En mi rebaño, en todos en realidad, había siempre al menos una. Fuera de los límites, más allá del seguro borde. Balando y explorando, indiferente a los mordiscos del perro (desde jóvenes los enseñan a mordernos, aprenden a controlar su instinto, no deben apretar demasiado y hacerlo en un lugar que moleste pero no hiera, ¿quién quiere corderos y ovejas cojas?), a su aire, libre.

Siempre la miraba con admiración y quería imitarla. Decidí, a pesar de las quejas y recriminaciones de mi madre, seguirla en varias ocasiones. Me lleve mordiscos y revolcones, pero no importaba, el dolor era el pago de mi libertad y el precio a pagar por mi independencia, ¡bendita ignorancia!.

Un día escuché a mi madre hablar del lobo y me asusté, me recomendó no salir del rebaño. La única protección que conocemos las ovejas es el grupo, siempre hemos aceptado como necesario el sacrificio de una para salvar el grupo. Confiamos en que sea otra la desafortunada, otra la sacrificada, buscamos un lugar cerca del centro y nos rodeamos bien del resto, muy adentro y bien quieta, que sea imposible que el lobo se fije en ti.

Yo pensaba que el perro nos defendía, además de controlarnos. Pero no hizo nada cuando el lobo llegó, sólo nos reunió en un círculo apretado, compacto e impasible. Fuera sólo quedó la negra, convertida así en ofrenda de nuestra tranquilidad.

El sacrifico no fue lo peor, lo terrible fue el alivio del rebaño al sentir que era suficiente, bastaba con ella y el resto permanecíamos a salvo. Ella no dejó de balar mientras la desgarraban, así siguió hasta que un viejo lobo, grande y gris, la degolló de una dentellada. Por lo menos el fue compasivo, más que todos nosotros, rebaño, perro y pastor, al menos.

Soy una oveja, no me quejo por ello. Pude ser una entre las negras, pero decidí no serlo, me aferré a la tranquilidad y la rutina, preferí el pasto seguro a la incertidumbre. Ahora no puedo quejarme, me enseñaron a no hacerlo y yo, con el tiempo lo aprendí. Cambié mi vida por tranquilidad y ya nadie atiende mis súplicas, son inútiles y pronto las olvidaré y me acostumbraré al calor de la lana que siempre me rodea.

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Vértigo

Vértigo

Mira hacía arriba, abajo da vértigo y miedo. Intenta volar, mejor imaginarlo y caer que hacerlo sin siquiera haberlo soñado.

Sube, es inevitable bajar; mientras desciendes recuerda el Olimpo. A esas alturas sabrás que no hay dioses allí, sólo sueños lo habitan; esperando pacientes que vuelvas a empezar.

Abandonad toda esperanza

Abandonad toda esperanza

Almas apesadumbradas en fila interminable y eterna pasan bajo el terrible arco. Una tras otra, empujadas las primeras por todas aquellas que se hacinan temerosas detrás.

Corto es el tiempo del que disponen, apenas tres pasos, para leer lo que sobre sus cabezas está escrito, mensaje funesto el que les recibe: “¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!”. Comienzan así, leyendo la irremediable y ominosa profecía, el odioso, pavoroso y prolongado descenso; ese que llevará a cada una al destino forjado

Siete círculos, siete paradas, siete posibilidades, siete sinos. Reservado el último para las más aborrecibles. Aguarda allí, paciente como la justicia, viejo cómo el tiempo y el pecado; siniestro, taciturno, terrible: El Príncipe, el único que levantó su voz y osó rebelarse. Aquel que no responde ante nadie, ese al que todos tememos y sólo unos pocos desean y obedecen.



—¡Excelencia!, EL (o ELLA que vaya vd. a saber como se nos ha levantado hoy) requiere de su presencia.

—¿Tiene que ser justo ahora?, tenemos un follón de mil demonios con el barullo de pecadores que se nos monta cada Noviembre. Además con la rampa atestada y medio en obras se nos eternizan en la bajada, ¿no se quedan los muy tunantes haraganeando y mirando por las barandillas como si esto fuese un espectáculo u obra pública? ¿No sabe acaso en su infinito conocimiento que tenemos esto lleno de descarriados y media plantilla de baja por estrés?

—Témome que sí Alteza, a las dos preguntas retóricas que me hacéis; lo sabe pero se la refanfinfla con largueza, ventajas de ser el capitoste máximo. Y tiene que ser justo ahora, en este preciso momento más lo que precise Vuecencia en desplazarse hasta su residencia, por supuesto. Me ha transmitido la urgencia de tratar con su Magnificencia algunos temas que no entienden de retrasos, demoras, excusas, prorrogas ni dilaciones. Y no se me queje su Ilustrísima, peor estábamos en verano con los permisos, las calorinas y las deserciones y nada de ello fue óbice para que concelebrasen sus señorías cónclave por San Juan. Y bien que lo pasaron si hemos de fiarnos de las risas y ocurrencias que hasta aquí abajo nos llegaban.

—!Na!, dos orujos que nos tomamos animando las tisanas. Debieras saber malandrín que, viejos como somos, ya no estamos para excesos y cualquier libación lo mismo puede conducirnos a la risa tonta como llevarnos al ebrio llanto. Por la primera nos dió en San Juan aunque también podríamos haber roto en desconsolados plañidos. Acompáñame pues al ascensor bribón ¡A saber que noble tripa se le habrá roto hoy y que ocurrencias escapan por el descosido!. Sujétame tu el rabo, no sea que se enrede en el bastón y acabe trastabillando y dando con mis pobres huesos y prominente frente en tierra.

—Mejor empleamos el montacargas su Señoría; su Providencia no quiere que se conozca su contubernio y fía en la cautela. Mejor la discreción de el elevador de servicio, nunca se sabe quién transita en el ascensor. Mucho ha costado que estos pánfilos que ahora nos atestan el descenso creyesen que no existíamos, no es cuestión de echar la perder lo hecho por un descuido en las formas.

—¡Sea pués el montacargas! No tiene uno edad ni cuerpo para tanto trajín ni tanta conspiración. Mira que era fácil antes, los aburridos al cielo a rascar la lira y el resto pa’bajo a disfrutar de los vicios eternos.  Se les llenó aquello y ahora pretenden que nos hagamos cargo del exceso ¡Ganas tengo de jubilarme y mandar todo al DIABLO, por DIOS!