Hace algunas semanas, el tiempo todavía era templado y no hacía falta abrigo, iba camino de una reunión cuando a mi vena creativa le dio por desatarse; anonadado, tuve que pararme, la avalancha de ideas era tal que o las escribía allí mismo o se perdían irremediablemente; curioso sentido del humor el de la «vena», cuando me siento a escribir se vuelve tímida y no fluye, pero si voy deprisa por la calle porque llego tarde, le da a la puñetera por asomarse. Será que la inspiración tiene estas cosas y te pilla sin aviso donde le viene en gana y allá tu si la atiendes o no, si a esto le añadimos que siempre he sido de creatividad tempranera y motriz, no me extraña tanto que apareciese en el momento en que lo hizo.
Tengo muchas carencias, una de ellas es que no se escribir sin apoyo o en movimiento, cuando lo intento me salen unas letrujas ilegibles e infames y los renglones se me vuelven flácidos y cabizbajos. No me quedaba otra que pararme y agenciarme un sostén -para escribir, de los otros no necesito por el momento, aunque no lo descarto si continúo engrosando mis perímetros- para mi fortuna encontré uno cerca, precario eso si, en un bonito y enorme macetero de esos que el ayuntamiento dispone a lo largo y ancho de la ciudad, para engalanar supongo, o para hacernos más agradables las vistas y simular que caminamos por la naturaleza cuando lo hacemos por la Diagonal, o para poner a salvo a las plantas y arbolillos de tanto vándalo que corre por ahí (la verdura seguro que no la catan, pero disfrutan a modo los muy cafres destrozando y emporcando a conciencia arbustos, aligustres y plantitas varias. Colillas, latas, botellas, plásticos y mierda en general adornan por doquier estos aderezos vegetales). A lo mentados usos oficiales y ya mentados, se añadió aquel día uno que seguro no tiene contemplado el Institut de Parcs i Jardins (aprovecho desde aquí para reclamar la parte que me corresponda si deciden patentarlo o darle publicidad) el de escritorio improvisado. Así dispuesto, garabateé rápido lo que me pasaba por el magín, primero porque ya llegaba tarde y las pulsiones literarias no son excusa aceptable para los retrasos laborales y después por vergüenza, la que me daba que los peatones me mirasen de reojo mientras emborronaba una cuarto de página, ¡como si fuese yo un bicho raro!, que realmente lo soy, aunque prefiera mostrarlo en la intimidad… de mi escritorio.
¿Y que contenían aquellos garabatos y letruchas que tanta urgencia me provocaban?, no eran otra cosa que títulos. Encabezamientos que en aquel momento me parecieron sublimes, magistrales, ineludibles y necesarios, como lo fueron el ungüento Pallesqui y el bálsamo de Fierabras. Aquellos comienzos eran todo lo que necesitaban otras ideas para ordenarse y comenzar a fluir. Series, conectadas a través de una temática común, que llevo años cociéndose y engrosando libretas, encontraban por fin en ellos sus cuidadores y benévolos progenitores, el lugar en el que existir y medrar.
Frutos del arrebato, son los siguientes:
- «A dios pongo por testigo…»
- «Aquellos maravillosos años»
- «¿Pero que coño dices? (Habla vd. un pijo de bien)»
- «Ni loco paro aquí»
- «Ande yo caliente…»
- «Escuchad a los niños»
- «Lo que de joven no pruebas, maduro no lo catas»
- «¡Mira que eres burro!»
«A dios pongo por testigo…» nace con la sana intención (todas vienen al mundo saludables, aunque no siempre evolucionen con provecho), de acoger en su seno maternal todas aquellas ideas, arrebatos y ocasiones en las que nos comprometemos por lo más sagrado a no volver a realizar, padecer, sufrir o ejercer actividad, vicio o padecimiento en el que no queremos reincidir. Si en la frase original los puntos suspensivos eran reemplazados por «… que nunca volveré a pasar hambre», aquí me atreveré con objetivos menos trascendentes, será porque hambre, más allá del que causa el comer a deshoras o no hacerlo porque tienes un «marrón» al acecho, no he sufrido nunca. Me limitaré a esos compromisos, privados las más de las veces, públicos si hemos bebido en demasía, que proclamamos con entusiasmo y con el mismo entusiasmo dejamos languidecer hasta su desaparición.
Como la introducción se me ha alargado más de lo esperado, lo dejaré aquí, no sin empezar la serie proclamando a quién quiera leerlo que «A dios pongo por testigo que no no volveré a caer en la digresión»…. sólo el tiempo y los dioses dirán si puedo hurtarme a tan vieja y confortable costumbre.