Pasan su existencia sujetas a nuestros zapatos, pero en ocasiones alguna escapa aunque para ello deba quebrarse; sólo así pueden disfrutar de unos breves instantes de libertad, los que pasan antes de ser barridas
y descartadas como basura.
Etiqueta: Relato
Evolución
Hoy, niño todavía, jugará. Buscará con su fusil a sus pequeños compañeros escondidos para abatirlos con inocuos proyectiles de gomaespuma. Quejas, gritos y risas resonarán en este juego sin consecuencias. Inocentes y fingidas víctimas que se levantarán, con más gritos y risas si cabe, cuando toque cambiar de entretenimiento.
Mañana jugará. Buscará entre las marcas del cristal de su mira las pequeñas, ignorantes y anónimas figuras que pretende abatir con inicua munición de plomo y acero. Quejas, gritos, alarma, estupor, sorpresa y miedo llenarán el ambiente. Inocentes, confiadas e ignorantes víctimas que permanecerán para siempre tiradas y desmadejadas en el suelo.
Nota:
Los créditos de la fotografía, sea esta buena o mala, me corresponden en su totalidad y podéis verla en instagram.
Por supuesto no creo que este chaval acabe disparando a nadie y estoy casi seguro de que no será así. Si me sorprende la contradicción que representa el que hace unos años fuese abominable regalar rifles y pistolas a los niños y ahora volvamos a ver como algo completamente normal que se haga lo mismo, siempre que estas armas no se parezcan a ninguna de aquellas que vemos día si y día también en películas, series y las noticias. Es decir, es aceptable mientra tengan un aspecto futurista y alejado de las armas reales, disparen proyectiles de gomaespuma y estén respaldados por una excelente campaña de publicidad y modas o tendencias.
Confío que el chaval y sus compañeros disfrutasen en el cole con sus nuevos regalos, de la misma forma en la que yo lo hice, persiguiendo inexistentes e imaginarios indios y delincuentes sin más consecuencia que algún moratón y alguna bronca por extender el juego más allá de lo considerado permisible por parte de mis padres.
Rebelión (Parte 2)
Aquel 4 de marzo no pude tener peor idea que aquella. En mi defensa y si de algo sirve, estaba cansado de discutir y tampoco sería esta la primera vez dijese aquello, de hecho lo repetía siempre que la discusión se alargaba y no veía como finalizarla, en esos momentos cuando ya ni recordábamos porqué discutíamos en esa ocasión. Nunca pasó por mi cabeza llevarlo a cabo, ni ella imaginaba que yo fuese a cumplirlo. Como tantas otras frases que repetimos y repetimos por costumbre o como muletilla, respuestas que hemos vuelto automáticas ante un estímulo familiar, volvemos a usarlar sin pensar en las consecuencias porqué sabemos que no las tendrá, nunca las ha tenido.
—«¡Un día me lío la manta a la cabeza, cojo la puerta y me voy!».
—«¡No se que estás esperando. Ahí tienes la puerta!»
Como ya he dicho, tantas veces lo habíamos repetido antes de aquella, sin imaginar siquiera que esta sería la última y definitiva, que sabíamos que nada cambiaría, unos instantes de silencio tras pronunciarlas si acaso y después cada uno se daría media vuelta y marcharía a cualquier sitio, a perdernos de vista y descansar. Discusión finalizada.
Pero algo diferente sucedió en aquella ocasión, aún antes de pronunciarla completa y sin yo saber el porqué, me sentí impulsado al dormitorio. Imagino que mi esposa respondería lo mismo de siempre, no escuché en esta ocasión la réplica. Mientras ella debía estar pronunciándola yo me ocupaba de arrancar con un elegante tirón la fea manta que habitualmente reposaba a los pies de nuestra cama, recuerdo de dios sabe quién -su madre probablemente- y cómo pude me la líe en torno a la cabeza. Si alguna vez habéis llevado una toalla enrollada al pelo, imaginad la misma sensación con algo que pesa y abulta diez veces más, incómodo en el mejor de los casos. Una vez terminé esta primera tarea, tocaba la segunda. De camino a la puerta una parada para buscar herramientas, así que mientras con una mano sujetaba el enredo de mi cabeza, rebuscaba a tientas con la otra en el cajón del mueble del recibidor, el lugar habitual donde guardamos las herramientas a falta de una caja adecuada.
Por lo que pude escuchar mientras rebuscaba y farfullaba, la parte del farfullo no era atribuible a lo dicho sino al desorden que siempre reinaba en aquel templo de la ferretería en que habíamos convertido el cajón, no sólo yo tenía problemas con las frases hechas. Mi vecino del 3º 3ª parecía tenerlos semejantes sino mayores a los míos. Mientras me pinchaba un dedo con dios sabrá que, bajar la cabeza cuando tienes un turbante que abulta el doble que tu cabeza es harto complicado, pude escuchar a mi vecino proferir a grandes voces, presumo que acompañadas de considerables aspavientos aunque esto último sólo puedo suponerlo, otra frase hecha que a poco le pasese como a mi se tornaría fatídica: «¡El día que se me hinchen las narices, te vas a enterar!». Dicho y hecho, o eso parecía por los angustiados berridos y juramentos que comenzó a soltar la señora y los lamentos del presunto narigón.
Terminada la tarea de desmontar la puerta, la empotré como pude bajo el brazo y me dirigí a las escaleras, el ascensor hubiese sido mejor opción pero entre mi súbito incremento de altura y el estorbo de la puerta no me ví capaz de esperar su llegada y menos aún entrar en él. Me marchaba sin desearlo, pero sin poder evitarlo, como si me empujasen físicamente a hacerlo. Camino al exilio pase delante del 3º 3ª y a través de la puerta entreabierta, supongo que la bronca sucedió justo después de entrar o antes de salir, pude confirmar la certeza de la expresión que no hacía mucho mi vecino oso emplear y ¡por dios que estaban hinchadas!, puedo asegurar que su esposa se estaba enterando de ello, además de media vecindad, si estaban por estos menesteres y no ocupados en sus propios problemas. A pesar de todos mis problemas, pensé por un momento que afortunadamente no formaba parte de mis costumbres mencionar inflamaciones o hinchazones, yo era más de excursiones. Y ya pensando, al hilo de las narices, pasó por mi cabeza mi gerente, aficionado como era a recordarnos a todos que nuestro trabajo o mera presencia, si el día estaba siendo especialmente malo, tenían la capacidad de producirle inflamación en los bajos, ¿estaría sufriendo ahora una creciente opresión en el boxer?. Espero que si.
No se como terminaría el apéndice de mi vecino ni, ya puestos a imaginar, los colgantes de mi gerente. Pero si como a mi me pasaba, todavía continúo marchando puerta en ristre y manta encasquetada, no se detuvo la inflamación, a buen seguro aquello tuvo un fin exuberante y trágico cuando no explosivo.
A pesar de haber visto las consecuencia en mi vecino, no estaba preparado para lo que me esperaba en la calle. El espectáculo era sin duda dantesco, centenares de capullos alfombraban las aceras cómo si el día del corpus se hubiese adelantado aquel año. Visto lo visto después, el final de aquellos pobres desgraciados convertidos en adornos no fué lo peor que podía haberles pasado. Aquí y allá se veían perros y cerdos de los que colgaban prendas a medio poner, o quizá a medio quitar quién sabe. Los perros aullaban, desconsolados unos, apremiados por encontrar un árbol libre los otros. En esta búsqueda coincidían con los cerdos, aunque si estos los buscaban era para ponerse a hozar ruidosamente en los alcorques, quizá esperasen encontrar allí, entre las colillas y resto de basuras que suelen acumular estos lugares, trufas.
Aterrados hombres de mediana edad huían de ancianas arpías que los seguían esgrimiendo fiambreras, de estas escapaban exquisitos aromas que llenaban el aire de perfume a comida casera. Tantos eran y tan atribulados estaban que casi me atropellaban en sus frenéticas carreras, entre estos penitentes y los cerdos que trotaban calle arriba y abajo mi marcha hacía ningún sitio, cuando en mala hora solté el dicho de marrás olvidé indicar donde tenía intención de marchar, no hacía más que verse entorpecida, aumentando así la incomodidad que ya portaba y por partida doble.
La puerta no hacía más que molestarme la pusiera como la pusiese, en posición horizontal mis dedos no alcanzaban a sujetarla bien, sólo llegaba con las puntas de los dedos y esto a costa de mucho esfuerzo y casi descoyuntarme el hombro. En vertical no podía cargarla a la espalda y debía llevarla frente a mi, cuando así lo hacía mi única visibilidad quedaba reducida a lo que podía verse a través de la mirilla que por fortuna decidimos colocar. Si a estos engorros añadimos las decenas de payasos que se paraban a preguntarme si era yo del gremio y los graciosos que todavía había, esos que en mitad de tanta tragedia, o comedía vaya vd. a saber, aún tenían tiempo y ánimo para golpear con los nudillos la hoja que yo con tanto trabajo cargaba. Debían saber lo que estaba pasando porque ninguno acompañó la llamada con el consabido: «¿Se puede?». Si esperaban que yo respondiese a la chufla con algún «adelante» o «pase», no fue el caso, no sabía yo las consecuencias de aquellas convenciones y no tenía intención de agravar mi precaria situación. Me resultó harto dificil no apostrofar a ninguno de ellos con el «joputa», «mecagontusmuertos» o «cabronazo» que se pasaron por mi cabeza y se asomaron a mis labios, el primero y el último por no convertirlos en desgraciados y el de en medio por no tener que desplazarme yo hasta sabe dios que necrópolis a ensuciar a sus difuntos.
La manta anudada en mi cabeza, que además de hacerme parecer un fakir megalómano me obligaba a realizar extraños movimientos con el cuello para mantenerla en su lugar, el peso y tamaño de la puerta y el resto de estorbos que antes he mencionado me obligaban a realizar frecuentes paradas. En varias de ellas intenté abandonar al menos la puerta, imposible, la fuerza que me obligaba a marchar no me impedía pararme a descansar, pero no me permitía alejarme un paso de mis obligados acompañantes. Estas interrupciones y mi continúo deambular me permitieron ver de primera mano decenas de escenas perturbadoras, aunque no tengo intención, ánimo ni ganas de compartirlas todas.
Los bares resultaban en estas nuevas circunstancias lugares infernales, debido quizá a la confianza que en ellos exhiben los clientes habituales y la desinhibición que produce la ingesta de alcohol, los efectos de las palabras incontraladas eran allí múltiples, evidentes y terribles sin duda. En casi todos se podían encontrar esponjas rebosantes de cerveza manteniendo un precario equilibrio sobre los taburetes que habían ocupado en su forma anterior. A un tipo regordete, un aburrido camarero intentaba embutirle en el gaznate y a presión, ayudándose para ello con el palo de una escoba, un gargantuesco pincho de tortilla. Mientras esto sucedía, al otro extremo de la barra otro mozo insistía, sin atender a las quejas, en ataviar a un atildado ejecutivo con un ínfimo bikini que a todas luces no le sentaba nada bien. Muchos eran los que escapaban de estos locales con cañas puestas en diferentes lugares, los más afortunados entre la ropa o sujetas mediante algún otro artificio, los menos con ellas insertadas en diferentes lugares, dolorosos todos ellos. Peor suerte tuvieron los que llevados por sus apetitos habían pedido un pincho. Otros intentaban, sin éxito, deglutir diferentes artefactos: tapas de inodoro, de latas de conserva e incluso de esas que embellecen las llantas de los automóviles. A partir de aquel día una actividad tan usual como acompañar con sólidos una bebida sería un riesgo. En otro bar cercano al primero, además de las esponjas y el uso indiscriminado de cañas y pinchos que ahora parecía habitual en estos establecimientos, un mesero se afanaba, sin atender los atroces gritos del parroquiano, en cobrarse -ayudado en la tarea con una cucharilla de café- la cuenta extrayendo uno de los ojos del infeliz.
Pero en estos nuevos tiempos, no sólo en los bares se fraguaban tragedias, podías encontrarlas en cualquier lugar. Sin ir más lejos el concesionario de coches de la esquina, allí un atildado vendedor se arremangaba mientras se acercaba, empuñando con firmeza un destornillador, a uno de sus clientes firmemente sujeto a un escritorio por dos de sus adláteres. Hoy el desgraciado abonaría con uno de sus riñones el anhelado 4×4 por el que ayer hubiese tenido que empeñarse hasta las cejas para adquirir, afortunado de él hoy bastaría un organo redundante para saldar la deuda.
Mientras descansaba sentado en un lateral de la que había portal de mi hogar y cerca del concesionario donde en esos momentos se realizaba la evicerasción parcial, tuve la oportunidad de contemplar otro de los efectos de la maldición que nos asolaba sin tregua. En otro momento ver aquello hubiese resultado cómico, la expresión de cansancio y temor de los obligados a realizarla eliminaban ese efecto. En un banco cercano, un grupo de personas realizaba una sencilla acción: entraban para volver a salir momentos después, esperaban un instante en la puerta y repetían la acción, una vez tras otra, sin pausa ni descanso. Como sucedió con los demás desventurados que fui encontrando aquel día, no se que sería de aquellos, una vez hube descansado lo que me dejó mi propia tarea volví a vagabundear, allí los dejé empeñados en sus idas y venidas.
Aquel día todas nuestras expresiones, incluso las que debían ser hermosas y reconfortantes, se tornaban horribles y descorazonadoras acciones. Como sucedió con aquella muchacha que encontré en el parque a la caída de la tarde, cuando ya todos debían saber que no podíamos jugar con lo que antes era habitual. Hurgaba entre llantos en el pecho abierto del que debió ser su novio, sólo paro cuando encontró allí lo que buscaba. Tras arrancarlo a tirones, lo guardo pringoso y goteante como estaba en un pequeño bolso, en el que casi no pudo encajarlo, y marchó llorando y gimiendo. Es lo que pasa desde entonces, debemos ser precavidos en nuestros ofrecimientos, sobre todo si ofreces tu corazón a quién, por obligación, está dispuesto a reclamarlo.
Dejo a vuestro cargo la tarea de imaginar todo lo que sucedió aquel aciago día y los que habrían de seguirle. Pensad en cualquiera de las barbaridades que expresamos diariamente sin pensar, todas esas que hasta entonces deciámos sin preocupación, pensad luego que ya no son meros sonidos o ideas sino sentencias que se cumplen inexorablemente. Lo que hasta entonces habíamos creido banal e inocuo, chanza y fanfarronería, se había tornado inicuo en un instante y se estaba cobrando un abultado peaje.
Cargado con la puerta que en mi ignorancia había invocado y con un terrible dolor de cuello, continué caminando hacía el horizonte lamentando a cada instante no haber expresado un destino cuando decidí, sin yo saberlo, pronunciar mi maldición.
***
Que llevó a esta rebelión es algo que me temo nunca sabremos. Parece que las humildes palabras se cansaron de nuestros abusos, aborrecieron de las mentiras y engaños en los que las hicimos partícipes, rechazarón nuestra pretensión de usarlas para causar dolor y tristeza o acaso nunca creimos en su verdadero poder. Ahora casi las hemos perdido, salvo por las pocas cartas que podemos escribir y mientras decidan dejarnos hacerlo, con su ausencia, poco a poco, vamos olvidando lo que somos, nuestras ideas y nuestros sueños.
Créditos: Agradecer a StarzySpringer la imagen y a pixabay que la comparta.
Epílogo:
¿Que hace que unos proyectos prosperen y otras se agosten?, ¿de donde viene la inspiración?. Respecto a esto, no lo se, no tengo ni las más remota idea. Si supiese como hacerlo y donde encontrarla, todos los bosquejos que llenan varios cuadernos, cuadernillos y libretas acabarían convertidos en historias, me temo que no será así. Lo siento porque a todas les tengo mucho cariño y algo me dice que un puñado serían realmente buenas en manos de otro con más maña que la mía.
Es probable que lo que acabo escribiendo en estas páginas no sea lo más brillante o novedoso, sólo aquello a lo que soy capaz de encontrarle forma. Escribo las ideas para que las soy capaz de encontrar desarrollo, las otras deben esperar su turno, continúan un lento proceso de fermentación neuronal que a veces da fruto, por mi parte, me toca aceptar que muchas quizá nunca pasen la prueba y no puedan crecer como me gustaría.
En este caso, Rebelión, lleva esbozado en papel casi dos años. La primera tentación fue darle salida en su formato original, en torno a un 25% de su extensión final. Si me dejase llevar por los impulsos, así habría sido, como me cuesta hacerlo, lo dejé reposar, tenía la sensación de que podía sacar algo más de la historia y ahora que sale a la luz, continúo teniéndola, creo que la historia da para más. Si es así, volveré a ella, si no encuentro la forma, al menos sale a la luz.
Por si alguien no ha entendido algunos de los usos que he ido haciendo aquí de frases hechas, en particular de una, decirles que aquellos desgraciados obligados a entrar y salir eternamente de un banco o comercio cualquiera, lo hacen a consecuencia de una excusa que todos hemos empleado para dejar el coche mal aparcado «un momento», sobre todo si precisábamos de una explicación rápida a la autoridad o al propietario del garaje que hemos bloqueado y lleva diez minutos tocando el claxon porque no le dejamos marchar: «será (o era, si ya nos han pillado) un momento, entrar y salir». Aunque originalmente fuese esa nuestra intención, que no siempre lo es, tampoco podemos saber que vaya a ser así cuando la empleamos, forma como tantas otras, parte de los pequeños engaños, frases oportunistas y convenciones que empleamos a diario sin pensar si quiera en su verdadero significado. En esta ocasión aquellos que la emplearon, como tantas otras veces, no podías pensar que fuese a volverse completamente real y les obligase a entrar y salir, esta vez sí, hasta la extenuación.
Creo que no debería haber demasiadas dudas con el resto, si no es así, estaré encantado de explicar a quién me lo solicité el significado que tiene para mi aquello que he ido empleando aquí.
Confío que nunca suceda lo aquí descrito, creo que me resultaría muy complicado vivir en un mundo en el que no pudiese emplear el sarcasmo o la ironía.
Rebelión (Parte 1)
Algo bueno debía salir de todo esto. Quizá lo sea que hemos recuperado las cartas, y no me refiero a los naipes, hablo de misivas y epístolas. Los carteros que hacía mucho dejaron de repartirlas para llenar nuestros buzones con publicidad, propaganda electoral y notificaciones oficiales, correspondencia que nadie quería, vuelven a traer noticias y son esperados con ilusión, llamen una o más veces.
Ahora no precisan sellos, el reparto se hace sin franqueo. Volvemos, tanto tiempo después, a escribirlas y enviarlas, al menos quienes alguna vez lo hicimos y recordamos como era. Antes de que los correos electrónicos, whatsapps, mensajes instantáneos (que siempre fueron a la comunicación lo mismo que el soluble es a un café, un sucedáneo) y las redes sociales, las enviasen al olvido y la prehistoria.
Es gracias a ellas que podemos mantener un simulacro de comunicación, es lo único que nos queda. Casi nadie habla ya, no nos atrevemos y las pocas veces que lo hacemos empleamos el menor número de palabras posible y aún estas pocas las usamos con extremo cuidado. Estas interacciones tan comunes antes, se limitan ahora a inofensivos saludos (de los que el tan habitual «hola» ha quedado desterrado) o vacías cortesías. Lo mismo que hacemos al hablar, sucede con cualquiera de los medios electrónicos antaño tan exitosos.
Sin embargo y por el momento al menos, continúan siendo inofensivas si están escritas en papel, a mano o en las viejas máquinas de escribir que como por arte de magia han ido apareciendo aquí y allá, dios sabrá donde las guardaban los que ahora otra vez pueden usarlas. Quizá suceda lo mismo si las imprimimos, pero la verdad es que tenemos miedo de encender los ordenadores y no conozco a nadie que se haya atrevido a probarlo. Podemos escribir cualquier cosa, siempre que lo hagamos por lo medios antes mencionados, y no sucede nada. Si nada cambia, si continúan siendo inofensivas, podréis leer lo que sigue. Si no es así, si la enfermedad ha llegado también al papel, supongo que no importará que sepáis o ignoréis.
El cuatro de marzo fue el día, el año no lo recuerdo, se que desde entonces han pasado algunos aunque no sabría decir cuantos, en silencio parece que el tiempo pasa más lentamente y podrían parecerme cien cuando sólo diez han transcurrido. Tampoco tiene mayor importancia conocer la fecha exacta, saberlo no cambiará nada y esta historia si ha de escribirse, seguro que encontrará testigos más disciplinados que yo, alguno que tomase nota exacta del momento. Si lo hizo en papel quizá no se olvide el momento en que todo esto comenzó.
Aquel día mi padre cansado de discutir con su esposa, mi madre, repitió lo que tantas veces había dicho antes, sin más consecuencia hasta entonces que una bronca conyugal, un periodo más o menos amplío de caras alargadas por el enfado e incómodos silencios, antes de pasar página. Supongo que las relaciones, las que perduran al menos, se basan también en eso, en la capacidad de pasar página. «¡Un día me lío la manta a la cabeza, cojo la puerta y me voy!», eso fue lo que mi padre profirió, nada que no hubiese oído yo antes. La diferencia en esta ocasión fue que resultó ser cierta el adagio, y no sólo en lo que hacía referencia a la marcha, visto lo que vendría después hubiese sido este mal uno menor, sino de manera literal. Y marcho, pero no sin antes enrollarse, cual enorme y abultado turbante, en la cabeza la manta que habitualmente cubría la cama de mis padres y desmontar trabajosamente, el enredo en la cabeza sin duda no fue de ayuda, la puerta de entrada. Por suerte para él, nunca a pesar de las muchas veces que lo habían hablado, se decidieron a cambiar la de contrachapado que teníamos por una blindada, la desidia y la tacañería sirvieron para que no se lesionase al cargarla.
De esta guisa, con una manta mal arrollada en la cabeza y sujetando con dificultad una puerta bajo el brazo, fue la última vez que vi a mi padre. Que fue de él y donde terminó su viaje, no lo se, nunca recibimos noticias suyas, tampoco mi madre y yo hablamos mucho, ni de esto ni de nada, desde entonces. Si sé, en cambio, que aquello no fue más que el principio de una ordalía que aún durando poco, acabó con el mundo tal y como lo había conocido hasta entonces.
Piel Pintada. Episodio 4
¿Porque un encuentro casual se aferra tanto que no podemos olvidarlo?, ¿porqué el verano de Vivaldi se convierte en la perfecta representación de la tormenta y nos pone el vello de punta?, ¿porqué unos ojos apenas vistos y un cuello imaginado se incrusta en nuestro imaginario hasta obsesionarnos?
Cada día la buscaba en el andén, sin esperanza. Con pueril ilusión dejaba marchar trenes confiando en que ese rito bastase para traerla de nuevo.
Se encontraron en ese momento de extraña tranquilidad que ocurre entre el cierre de las puertas del vagón y la inevitable inundación de nuevos cuerpos somnolientos.
Extraños que han perdido un tren, desconocidos que esperan y se miran por azar.
Ella se fijó en sus ojos grises, tristes y tranquilos, bonitos a su manera. Giró la cabeza buscando dos luces en el túnel.
El prefirió imaginar, pensar como sería el cuello y la nuca que apenas ocultaba su corta melena.
La conexión se perdió en la repentina marea, extraños y desconocidos otra vez antes de ser devorados por el insaciable vagón.
Mis Niñas
Sopa de sobre, de verduras, y la tele-tienda. La mezcla perfecta antes de irse a la cama después de un día de duro trabajo. Si lo que quieres es no pensar y no te importa tragar basura.
En medio de un discurso mentiroso, la oigo, como todas las noches, llamarme: «papi», giro la cabeza y la busco en la puerta del pasillo, no está. Más tranquilo, o quizá menos ya no lo sé, vuelvo al plato y a las tonterías que no me dejan pensar, justo lo que necesito.
Un instante después, escucho de nuevo el «papi». Esta vez voy hasta su habitación, no la veo, me tranquiliza. Intento no hacer ruido y con cuidado me vuelvo a la cena, negando con la cabeza, juraría haberla escuchado. Demasiado cansancio quizá. Demasiadas cosas en la cabeza, pocas buenas.
Retomo la sopa interrumpida y las mentiras que no cesan. «¿Nene?», escucho lejos y bajito a la mujer, siempre igual. Me habrá escuchado andar arriba y abajo. Abandono la cuchara a su suerte y voy hasta nuestra habitación. Miro desde la entrada, no me vuelve a llamar y cierro la puerta con cuidado.
El camino de vuelta al plato pasa, sin que pueda evitarlo, por delante del pequeño mueble del comedor. Me paro delante y acaricio el marco con un dedo. La foto de mis niñas, la grande y la chica.
Tres puñeteras lágrimas aderezan el caldo, no importa. No me quedan ganas. Me gustaría saber cómo les cuento a mis chicas, el día que decidan volver, que no estoy solo en esta casa vacía.
Contadores
Prudencio nació con los sentimientos contados y las sensaciones limitadas. Lágrimas, risas, suspiros, orgasmos, todo aquello que los demás gastamos sin preocupación ni medida, tenía en él término y mesura.
Vivía Prudencio sin saberlo, hasta que un día Olegaria, después de reformar el amor, pego cariñosa la oreja en su pecho desnudo.
—Prudencio, aquí suena cómo si hubiese un contador.
—No mujer, será el corazón que renquea por la pasión, ya vamos siendo mayores.
—Si tú lo dices cariño, eso será.
Se durmieron después de un ratito. La orejilla bien pegadita a los pocos vellos de su cálido pecho y el sonido olvidado en el cansancio.
El día y sus trajines arrastró el extraño sonido, junto a la puerta que había que componer y la llamada que debía hacer a su cuñado, a ese extraño lugar al que llevamos todo aquello que, sin la firme voluntad de olvidarlo, si dejamos aletargar por falta de tiempo, porque no importa o no es verosímil.
Así habría quedado, tranquilo y adormecido, en el fondo del armario de la consciencia, si no hubiese sido por los continuos errores de sus anginas. Tantos fueron que acabaron con él, narcotizado y con la boca desmesuradamente abierta y sujeta por un arnés, en la silla de un cirujano.
Intentaba el galeno orientarse entre dientes, encías, humedades y paladar, cuando vio sus amígdalas. Presto y resuelto dirigía hacía ellas el filoso bisturí, cuando se percató. Conectados a sus humildes glándulas se aferraban dos diminutos cablecillos, rojo el uno y azul el otro. Extrañado y temeroso, dudo el honorable. Tuvo que ser su enfermera la que decidiese, «el rojo doctor, corte el rojo», y él que apreciaba su opinión, tanto como su figura escultural, lo cortó, y luego el azul, para que no impidiese cablecillo alguno la resección prevista.
Se recuperaba silencioso Prudencio de los efectos del éter, cuando el cirujano entró. Sin introducción y manifiesta falta de educación, le interpeló, «que sepa vd., buen señor, que tenía sus amígdalas conectadas, mediante cablecillos, a dios sabrá que. Yo que vd. me lo haría mirar». Se retiró sin más el doctor, sin esperar respuesta -Prudencio, con la garganta lacerada, no hubiese podido darla- o afirmación.
A pesar de la sorpresa de los cables y el recuerdo que trajo del sonido, no hay mayor fuerza que la costumbre ni más poderoso olvido que la rutina, y entre la una y el otro lo que parecía imposible se volvió increíble y Olegario olvidó, porque no cabía en su discurrir diario ni el contador, ni los cablecillos.
Lo imposible, que es testarudo cuando resulta no serlo, se aprovechó de una fuerte congestión y lo llevó, por precaución, a radiología.
Agotaba la espera Prudencio en la sala homónima. Salió el médico mirando, perplejo, el curioso esbozo que somos en radiografía.
—Prudencio, sé que no me creerá, pero justo al lado del corazón tiene un cuarto de contadores.
—Eso me suena imposible doctor.
—Imposible sonará, pero si lo mira. —Dijo el docto señalando— justo aquí, debajo del ventrículo, vera el cuartito, manómetros, relojes y medidores.
Extrañado, Prudencio se quedó mirando el esquelético retrato.
—¿Y que miden doctor?.
—Ni idea Prudencio, ni idea. Vaya a casa, descanse y ya veremos.
Tras descansar y mucho mirar el retrato, resultó que lo imposible ya no lo era y lo increíble estaba allí revelado. Había pues, la necesidad de diagnosticar lo que la imagen mostraba.
Incontables pruebas después, quedó claro que Prudencio donde los demás tenemos carnes y poco más, tenía una panoplia completa de diminutos instrumentos, conectados mediante cablecillos multicolores y diminutos a las asaduras y los despojos.
Avisados de su caso, los médicos de una universidad americana, de Winsconsin o por ahí, le llamarón y pesar de la dificultad –Prudencio no hablaba inglés y los de Winsconsin, al revés-, con buena voluntad y un intérprete, acordaron investigar. Sin inmiscuirse con pinchos o filos en sus interioridades, ni abrir para mirar.
Después de analizar, revisar, indagar y rebuscar, confirmaron los sabios que los aparatillos de su pecho medían, contaban y controlaban. Descontando imperturbables cada vez que sentía: Dos lágrimas y un manómetro bajaba un poquito. Tres risas y un contador, descontaba. Una noche de tranquila pasión con su Olegaria y los relojes se desplomaban.
Intrigados y excitados por la situación, le ofrecieron un buen puñado de dólares para poner una puertecilla, corredera y de titanio de la mejor calidad, por la que mirar y vigilar. Por otro puñado, querían desmontar uno de los controles, el de los suspiros -¿quién lo necesita?-, para saber cuántos de ellos tenía al empezar, cuantos le restaban para terminar y donde se conectaban los coloridos cablecillos.
Para convencerle, insistieron en hechos probados y de sobra conocidos. Que si habían llegado a la Luna, y vuelto qué fue lo difícil de verdad. Que si mataban a distancia y casi, casi sin mirar. Que si habían inventado esto, aquello y lo otro. En estas condiciones, seguro que podían desmontar un contador, por pequeño que este fuese, estudiar lo que tocase y volverlo a montar sin que ninguna pieza, esencial, sobrase. Más difíciles eran los cohetes y los Corn Flakes.
Prudencio, sería por desconfianza –que redujo en uno un elaborado termómetro-, o por vergüenza –que bajo en dos un reloj con filigrana- dijo que no y así se quedo con sus contadores y sus cablecillos y sin llevar un picaporte y una cerradura justo al lado de un pezón.
***
—Prudencio, el contador te sigue sonando. —Eso le dijo Olegaria, mientras rizaba con su dedillo inquieto los pelillos de su pecho, otro día de pasión.
—Y que dure Olegaria, y que dure. —Respondió.
3+1 (Micro Relato -poco- navideño)
El primero en caer fue el negro, la brutal energía cinética de los proyectiles disparados por el francotirador enviaron su cuerpo sobre la pequeña mesa de cristal del comedor.
Vidrios, migas de galleta, leche, sangre y su vida se mezclaron y desparramaron en el suelo.
Mel y Gas aterrorizados se lanzaron a tierra; el resto de inútiles proyectiles perforaron los muros de pladur añadiendo yeso a la asquerosa mezcla que se extendía por la tarima.
Gateando, intentaron llegar a la puerta del recibidor. Mel lo hizo en primer lugar. Se levantó, no vio al policía vestido de negro que allí los esperaba; no se fijo en la beretta ni escucho el disparo que se llevo por delante sus sesos; sueños, miedos y pensamientos volaron con ellos.
Gas retrocedía, sus botas aplastaban con cada paso el desastre en que habían convertido aquella casa; vidrios, migas de galleta, leche rosa, sesos, yeso y miedo alfombraban su camino a ninguna parte.
Manos abiertas y levantadas frente al pecho, inútil gesto ante una ráfaga de HK.
Motas rojas desde la ingle hasta el cuello, cansado Gas se recostó en la pared; apoyado en su sangre se dejó caer y murió sentado.
Vivieron siempre entre camellos, hicieron de irrumpir en las casas una lucrativa profesión que acabó siendo, otra más, adicción.
***
La noticia abría los telediarios y tranquilizaba a la asustada población. La colaboración entre GEO y GEI había sido impecable; delincuentes aparte, no había que lamentar daños personales. Aún así la operación Christmas se mantenía abierta, quedaba uno; por poco tiempo esperaban las autoridades, el cerco se cerraba inexorable.
A estas alturas, estaba claro que Klaus (alias El Gordo Rojo, alias 3Hou, alias Santa) no llegaría a Navidad.
Cajas
No se puede guardar la vida en cajas y a pesar de ello, Rómulo tiene 47 para hacerlo.
Colecciona instantes. Desde que tiene memoria, puede verse guardando pedazos de tiempo. Entradas de conciertos, billetes de metro y avión, cartas de restaurantes con menús del día que ya nadie come, facturas de hoteles que desaparecieron, una vieja y vacía botella de cerveza, la bola 8 de un billar mutilado, un viejo dardo sin punta, una cajita metálica, vacía siempre, en la que un medallón con un gato adorna la tapa, el viejo par de cordones que usó para unir dos camas pequeñas la primera noche que pasó con Raquel y cientos más. Todos ellos son irreemplazables, le unen a momentos de su pasado y rincones de su memoria, como cables que le conectan al ayer o hilos que mantienen atada su historia.
Hace tiempo que lo guardado ha sobrepasado el espacio y tiempo que, por derecho, le corresponde y cada día su pasado, igual que el polvo, se aventura más en su presente, como si quisiese hacerlo prisionero de algún instante anterior. Ya resulta casi imposible mirar a cualquier lugar sin encontrarse con un fantasma asomándose a su existencia.
En aquel “allí” y “entonces”, el tiempo, el espacio y la gente pueden moldearse como desee. Los lugares serán perfectos y preciosos cuando así lo decida. El tiempo, corto o largo obedeciendo a sus deseos y tan cálido o frío como quiera rememorar. Con la gente puede jugar como con muñecos y desnudarlos de lo que prefiere olvidar o adornarlos de lo que nunca tuvieron, pero él cree que merecieron. Tan ideal resulta la ensoñación que, poco a poco, lo va atrapando con su embrujo y reteniendo en su falso discurrir. Cada vez el esfuerzo de mirar adelante se hace más pesado, tanto que en ocasiones casi prefiere dejar de hacerlo y vivir en sus recuerdos, construyendo y rehaciendo, una y mil veces, lo que pasó, hasta que no sabe realmente que fue. Es por eso que cuando la mira, Rómulo ve un poco más de lo que fueron y un poco menos de lo que son. Enredándose un poco más cada vez en los jirones del tiempo.
Raquel, al contrario, no tiene polvorientos objetos para recordar todo aquello que fue importante. Sin aquella vieja entrada las canciones vuelven a sonar para ella. No conserva billetes que el tiempo, concienzudo como es, se empeña en borrar, para saber los lugares a los que escaparon juntos. No tiene polvorientas facturas de los hoteles donde compartieron cálidas noches.
Sabe que es imposible encontrar, entre todo aquello, algo que conserve sus perfiles recortados contra la luna, las palabras jugando en una terraza de chimeneas imposibles, la primera vez que beso su cabeza o el sonido de las promesas y el calor de tantos veranos. No entiende que Rómulo necesite aquellos pedazos para recordar lo que ella rememora sin esfuerzo. Le quiere y no está dispuesta a perderlo entre el polvo que tantos vanos objetos acumulan.
Ahora deben mudarse otra vez, trasladar su vida de lugar y allí todo aquello no cabe ni Raquel lo quiere. Deciden intentarlo, Rómulo tendrá 47 cajas, las mismas que años, deberá decidir que guardar en ellas. Lo que no quepa, no irá con ellos.
Rómulo siente el vértigo de la pérdida asomándose al vacío hueco de cartón. Sentado en el suelo, mira todo, trata de decidir que puede dejar y que debe llevar. Coge algo, lo mira y lo toca, bufa y toma lo siguiente.
Raquel pasa a su lado y, sin decir nada, se agacha, sonríe y le da un beso en el pelo cada vez más blanco. Él, sorprendido, levanta la cabeza y al ver su sonrisa, sonríe.
Una tras otra, con cuidado, va llenándolas y cerrándolas. Las coloca contra la pared en ordenadas torres.
Los operarios de la mudanza inundan la casa y comienzan a revolverlo todo. Joaquín se acerca al rincón de Rómulo y levanta una.
— “Hefe”, perdone que me meta donde no me llaman pero, ¿qué guarda aquí que pesa tan poco?, —pregunta.
—Recuerdos —responde Rómulo.
Joaquín, que ha visto de todo en 35 años moviendo vidas, se encoge de hombros, levanta tres cajas vacías y las baja hasta el camión.